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Tres décadas después, sobreviven los olores, los gritos y la impunidad


"La sensación hoy es de una mezcla de bronca, injusticia, de creer que no va a haber más información" sobre lo que pasó

Treinta años después, los sobrevivientes del atentado a la Embajada de Israel sienten este jueves los mismos olores, escuchan los mismos gritos y pelean contra la impunidad como en el día del atentado pelearon por su vida, pese a las décadas de ocultamiento que intentan sumergirlos en la desesperanza colectiva.

El 17 de marzo de 1992 Lea Kovensky trabajaba en la planta baja del edificio de la sede diplomática, como secretaria del agregado militar de la embajada.

«Era un día de mucho calor. Yo estaba en el hall central del edificio y la suerte hizo que yo no estuviera donde impactó el autobomba. De repente vi como todo se derrumbó», relató en diálogo con Télam.

De inmediato, Kovensky observó que tenía heridas en las manos: «Tuvieron que coserme, también tuve heridas en la cara. De a poco, las diferentes partes de mi cuerpo se fueron curando», dice la mujer, que recuerda que estuvo «consciente» de lo que sucedía «casi desde el primer momento».

«Yo estaba sentada frente a un conmutador y en un primer momento pensé que estaba recibiendo una descarga eléctrica pero cuando pude incorporarme me di cuenta de lo que pasaba. Era algo aterrador que no me sucedía a mi sola», rememoró.

Y suma recuerdos: «También me pasó algo muy extraño en lo inmediato porque tuve un gran registro de que sentía vergüenza porque estaba toda despeinada mientras todo el edificio se había caído a mi alrededor. Con análisis entendí luego que fue un mecanismo inconsciente de negación a lo que estaba viviendo en ese momento».

La mujer cuenta que debió hacer terapia durante muchos años tras el atentado: «De hecho, cada vez que empieza el mes de marzo mi ánimo decae», confió.

«Los primeros años, décadas diría, sufría incluso pequeños accidentes cercanos a la fecha del aniversario. Luego lo pude tratar y esas cosas ya no me pasan, pero la tristeza siempre aparece cuando empieza el mes», añadió.

Recuerda además que en el momento del atentado no escuchó la explosión: «Sí empecé a oir luego gritos, vi compañeros heridos, en el piso, y sé que no pude hacer nada más que tratar de salir de ahí».

«Cuando pude salir, alguien me levantó en brazos. Fui portada de una revista, y me llevaron inmediatamente al Hospital Fernández. Una vez atendida por especialistas, lo único que hacía era mirar hacia la puerta para ver quiénes llegaban donde yo estaba, quería saber quiénes se habían salvado», recuerda con emoción.

Jorge Kohen también estaba trabajando ese día en la embajada y recuerda la jornada como «un día caluroso y nublado».

«Llegué a trabajar temprano en la mañana, ingresé como de costumbre por la puerta de Arroyo 916, que era la misma de acceso al consulado. Había otra, al lado, Arroyo 910, que solo se utilizaba en ocasiones especiales o recepciones», contó en diálogo con esta agencia.

Y continúa su relato: «Al mediodía, previo al atentado, hubo una reunión de un escritor israelí con la prensa gráfica. Ese día no salí a almorzar. Poco antes de las tres menos cuarto, en el segundo piso de la embajada, cambié algunas palabras con una chica, Marcela Droblas, que trabajaba conmigo, y con Eliora Carmón».

Segundos después de esas conversaciones, la embajada volaba por el aire por un ataque terrorista: «Poco recuerdo de lo que sucedió pero sé que ambas, Marcela y Eliora, quedaron bajo los escombros. Allí quedaron sus ilusiones, sus proyectos. Eliora tenía 5 hijos», lamentó.

Otro sobreviviente, Alberto Romano estaba en el tercer piso, cuando sucedió el atentado. Tenía 23 años, se acababa de casar y era administrativo.

«Cada aniversario sentimos lo mismo de siempre, que por la impunidad sentimos que se trata ya de un doble atentado», dice y recuerda que tras el ataque, su oficina se desmoronó completamente.

En el momento de la explosión, Alberto estaba junto a su compañera de oficina, que le había pedido el teléfono para llamar al jardín de infantes donde su pequeña hija realizaba la adaptación escolar.

«Justo me alejé de esa zona y quedé en el límite de la oficina. Cuando todo explotó ella quedó debajo y yo quedé colgando. Alguien me ayudó a salir de esa situación y luego vimos una nube negra. Nos costó mucho salir de esa zona para estar a salvo», rememoró.

Otra de las imágenes que vienen a su memoria fue el haberse encontrado con que en el ascensor había quedado un compañero atrapado.

«Entre dos personas intentamos abrirlo y sacarlo. En el medio, también vimos como una mampostería cayó contra otra compañera que fue hospitalizada y murió a los pocos días», evocó.

A 30 años del atentado, dice: «La sensación de impunidad te lleva en algunos casos, por fatiga moral a una resignación. Es como que no querés claudicar, como que no te querés resignar aunque sabes que después de tantos años no hay, ni va a haber respuesta».

Un relato similar hace para Télam Alberto Kupersmid, quien se desempeñaba como asistente consular en el momento de los hechos.

«Los olores son inolvidables, únicos», dice y cuenta que los volvió a sentir dos años más tarde en el atentado a la AMIA: «Allí fui como rescatista y ahí estaba ese olor tan característico, esa mezcla de azufre, a explosivo, un olor a muerte único», cuenta.

El día del atentado a la embajada, recuerda que estaba ubicado «en la planta baja, en un costado junto con los chicos de seguridad cuando se produjo la explosión».

«La sensación hoy es de una mezcla de bronca, injusticia, de creer que no va a haber más información» sobre lo que pasó, concluye.

(Por Silvina Caputo – Télam)