Por Candi
El arte de vivir es un arte inalcanzable para algunos que se empeñan, vanamente claro, en lograr la más maravillosa obra. Toman el pincel y mientras piensan excesivamente cómo realizar perfectos trazos sobre el lienzo de la vida, parte de ella se les escurre por la preciada tela. Cuando advierten que el tiempo pasa y la obra no es más que nada y blanco, se atreven a esbozar las primeras líneas embretados en meticulosos y lentos movimientos que están repletos más de pensamientos que de acciones.
Estos seres pensantes, que pierden preciado tiempo imaginando la gran obra más allá de la tela, terminan haciendo garabatos que nada significan.
La obra de la vida no requiere de grandes y portentosas cosas, demanda simpleza y trabajo sobre el plano a pintar. Es por tal simpleza que adquiere sentido. La obra de la vida no está más allá del lienzo, sino en el mismo lienzo. El sentido de la vida no está después de ella, sino en ella misma.
Por eso un buen artista debe pensar menos y hacer más, debe atreverse a sentir y pintar aun cuando en la tarea cometa errores y algunos trazos no sean todo lo bueno que se hubiera querido.
Claro que no es cuestión de andar garabateando sin razón ni propósito, pero a menudo es necesario dejar que el pincel sea guiado por el corazón. Porque en definitiva en una obra de arte (y la más maravillosa es la de la vida) vale más el terma que la técnica ¿De qué sirve una línea perfecta si no transmite emociones, sino despierta sentimientos, si es muda y nada dice?
El padre de Apple, el atrevido Steve Jobbs, decía que recordar que uno va a morir es la mejor manera de evitar la trampa de pensar que hay algo que perder. Ya se está indefenso. No hay razón alguna para no seguir los consejos del corazón.
No significa esto abdicar de la razón, encarcelar lo correcto y adecuado, significa que hay que atreverse a vivir con todo lo que ello implica: risas, llantos, buena ventura, adversidades, aciertos, errores.
Hay quienes (¡y los conozco tanto!) se sientan frente al atril de la existencia sobre el que reposa el plano a pintar, y con la mano sosteniendo la cabeza que les pesa, miran preguntándose: ¿cómo, por qué, cuánto, cuándo, qué, de qué forma? Estos pobres mequetrefes piensan tanto la obra que se olvidan de hacerla, se preguntan tanto sobre la vida que olvidan vivirla.
Sí, no caben dudas, para vivir, hay que pensar menos y sentir y hacer más.