Por René Mauricio Valdez, representante residente del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) en Argentina
En mayo de 2020 la Asamblea Mundial de la Salud, órgano rector de la Organización Mundial de la Salud, acordó iniciar una investigación imparcial, independiente y comprensiva sobre las lecciones aprendidas de la respuesta internacional a la pandemia del Covid-19. Esta investigación, junto con los múltiples estudios que se están haciendo en todo el mundo, permitirá obtener información más concluyente sobre los numerosos interrogantes que genera el virus, producir terapias y prevenir la recurrencia de desastres de esta magnitud.
Sin perjuicio de lo anterior, un hecho cierto, ampliamente documentado por la ciencia, es que la gran mayoría de epidemias que los humanos hemos padecido y padecemos tiene un origen animal. Tal es el caso de la influenza, la peste bubónica, la rabia, el ébola, el HIV, la encefaliomelitis, el SARS, el MERS… y la lista continúa.
La evidencia es sólida también con respecto a que el riesgo de derrame de enfermedades infecciosas es mucho mayor cuando el contacto es con especies silvestres, especialmente aquellas cuyas poblaciones están siendo diezmadas por la caza, el tráfico ilegal y la pérdida de hábitat. El Covid-19 parece confirmarlo. Una de las principales hipótesis es que murciélagos lo habrían transmitido al Pangolín, el mamífero más traficado ilegalmente en el mundo, que su vez lo habría transmitido a humanos en un mercado en la gran urbe de Wuhan, en China.
El murciélago llama la atención de los epidemiólogos por su alta tolerancia a los virus y por su capacidad de propagarlos en extensos territorios mediante el vuelo. Pero muchas otras especies de animales silvestres, vertebrados e invertebrados, también son portadores de virus, bacterias, hongos, etc.
Cuando los humanos invadimos sus hábitats, a menudo en forma brutal y descontrolada, aumenta significativamente el riesgo de contraer y diseminar enfermedades infecciosas, las que en muchos casos, como sabemos, pueden tener consecuencias funestas para la sociedad.
Seguir condenando a numerosos animales silvestres y bosques a la extinción, es exponernos gravemente nosotros mismos. Debemos buscar una relación inteligente y respetuosa con el ambiente, lo cual sin lugar a dudas traerá beneficios económicos y sociales muy concretos. Para comenzar, cuidar el ambiente es prevenir que nos enfermemos en masa, es cuidar nuestra sociedad y economía. Al mismo tiempo, los bosques y reservas naturales bien manejados son propicios para el desarrollo de emprendimientos ecológicos, oportunidades de inversión y empleos «verdes», y para la educación y la recreación. Los bosques y selvas son una de nuestras principales defensas contra el calentamiento global. En el Norte de Argentina los proyectos de protección del yaguareté que tanta eficacia están mostrando en recuperar al Gran Felino también protegen los ingresos de los pequeños ganaderos para quienes la pérdida de una res por ataque de yaguareté es un serio revés. En Brasil iniciativas similares han dado pié a una próspera industria ecoturística «orientada al yaguareté». Los ejemplos son cada vez más numerosos de emprendimientos que logran combinar armoniosamente objetivos económicos, sociales y ambientales.
En las Américas el tráfico ilegal y caza de especies silvestres o exóticas sigue siendo un problema que merece mucha más atención. La destrucción de la biodiversidad, motivada no pocas veces por intereses privados de corto plazo, puede generar un gran mal público. No podemos esperar a tener otra pandemia para actuar más decididamente en la protección del ambiente.