La edición de hoy de La Capital publica una opinión sobre el progreso de los pueblos que reproducimos.
*Por Alberto Botto
La humanidad en general y las sociedades poco desarrolladas en particular, han ingresado en un corredor oscuro, signado por la ausencia de amor, de empatía, de solidaridad. El problema de la pobreza, la exclusión, hace tiempo que dejó de ser político y económico para convertirse en un problema moral y ético.
El Papa Francisco ha pedido recientemente, en su tradicional mensaje mensual que lanza a través de videos, que la economía «no reduzca el mercado laboral creando nuevos excluidos”. Ha dicho Francisco que “la economía no puede pretender sólo aumentar la rentabilidad, reduciendo el mercado laboral y creando así nuevos excluidos”.
Es cierto, pero para que la economía logre el verdadero propósito (el bienestar de todos) los actores económicos poderosos deben entender que la economía no puede estar, prioritariamente, al servicio de la misma economía, sino del hombre. Para ello hay que cumplir con el primer mandamiento que le dio Dios a la humanidad: “amarás a tu prójimo como a tí mismo”. Lamentablemente, cuando se sirve al dios oro es imposible servir al Dios del amor.
Es difícil que los poderosos adoradores del oro modifiquen su actitud, pero peor que eso, más preocupante aún, es que los pequeños y medianos agentes de la economía no entiendan la necesidad de la solidaridad y que la persona común que posee un pasar más o menos adecuado no se comprometa con el principio de la solidaridad.
El poder, el gran poder mundial con representantes en todas las naciones, para evitar todo brote de verdad, todo brote de amor en la sociedad que lleve a la justicia y la felicidad de los pueblos, ha apelado a varias estrategias. La más antigua y eficaz es aquella que Maquiavelo definió con estas palabras: «desde hace un tiempo a esta parte, yo no digo nunca lo que creo, ni creo nunca lo que digo, y si se me escapa alguna verdad de vez en cuando, la escondo entre tantas mentiras, que es difícil reconocerla». Es la naturaleza política de muchos hombres, de muchos empresarios y de muchos dirigentes: la mentira como forma de alcanzar el poder para conseguir sus propósitos que pocas veces son los propósitos y anhelos del pueblo.
Y seguida de esta estrategia le sigue de inmediato la “división para reinar”. El poder no puede permitirse que la sociedad media y excluída estén unidas por la empatía, por la solidaridad, por eso a través de diversas formas se logra la división y la confrontación social.
La realización del hombre solo de la mano de la economía, del dinero, de los bienes materiales, es una ilusión, un placer efímero, pasajero. La realización de una parte de la sociedad (clase media acomodada) es también una mentira que trae consecuencias y están a la vista, porque el dinero no puede comprar seguridad, ni blinda el flagelo de las adicciones, ni compra amor, ni vence al vacío existencial y la soledad, ni vence a la enfermedad y a la muerte.
Y, aun cuando no se crea, cuanto más es la división social, cuanto mayor es el enfrentamiento y el rencor, cuanto más son los excluídos y los pobres económicamente hablando, más aparecen estas aberraciones, signo de la pobreza de las clases que poseen dinero pero que muchas veces son presa de la pobreza afectiva, espiritual y víctimas de los monstruos que crea la exclusión.
Pero ese, y no otro, es el plan del poder concentrado, del grupo reducido de personas e instituciones que manejan el mundo y a los países subdesarrollados a través de sus agentes. Ante esta realidad nefasta, el camino es inculcar en la masa social la necesidad imperiosa de la solidaridad como fundamento político y económico, pues hoy se cumple sin dudas lo que dijo Martin Luther King: “Hemos aprendido a volar como los pájaros, a nadar como los peces, pero no hemos aprendido el arte de vivir juntos, como hermanos”.
*Secretario general del Sindicato Luz y Fuerza de Rosario y titular del Movimiento Sindical Rosarino