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Recorre 1300 kilómetros

Un hospital flotante desafía las aguas turbulentas del litoral Pacífico colombiano


El buque blanco remonta las fangosas aguas del San Juan y algunas piraguas salen desde la selva a su encuentro. El río trae el milagro del barco hospital para los indígenas y afrocolombianos del Pacífico, un desierto médico corroído por la guerra.

«Aquí no dan medicamentos buenos, no los traen porque son costosos», deplora Yenny Cárdenas, de la etnia Wounaan. En el techo de su choza martilla la lluvia que las mujeres de su comunidad habían invocado poco antes con sus danzas.

Preocupada por su quinto hijo de dos años que «llora mucho» y se «rasca», la mujer se dice «contenta» con la llegada del San Raffaele, bautizado con el nombre del arcángel de los médicos.

De un cojín tirado en el suelo salen chillidos. La madre aparta la canasta que estaba trenzando. Sus brazos tatuados con símbolos protectores consuelan al frágil cuerpo invadido de pústulas.

«Mi hijo estaba bien; bien gordito, bien bonito. Pero desde (hace) un año y pico, salió con una rasquiña», explica a la AFP esta mujer de 44 años, profesora de Balsalito, una de las reservas indígenas de las orillas del «gran río», que desciende de los Andes al océano.

En la otra orilla está el muelle de madera de Docordó, cabecera municipal mayoritariamente afro del Litoral del San Juan, aislado en el bello pero miserable departamento del Chocó (noroeste). En esa región selvática el 49,9% de los 500.000 habitantes vive en la pobreza extrema, frente al 17% del promedio nacional.

Docenas de pacientes se aglomeran desde el alba, provenientes de todo el municipio que carece de agua potable y tiene tan solo un dispensario para unos 16.000 habitantes.

2.000 consultas por misión

Anclado en medio del río, en una suerte de zona neutral entre las comunidades afro e indígenas, que no se mezclan, el San Raffaele está flanqueado por una cruz blanca de «misión médica», sobre un fondo azul y rojo. La imagen de una ametralladora tachada prohíbe las armas a bordo.

Pacientes que se agarran la barriga, viejos encorvados, jóvenes embarazadas acompañadas de más niños esperan la atención y las medicinas gratuitas.

«Algunos no han podido ver un médico desde (hace) años», denuncia Ana Lucía López, de 51 años, directora y una de las creadoras de la fundación colombo-italiana Monte Tabor, que convirtió en hospital este buque de 24 metros de eslora.

El San Raffaele zarpa del puerto de Buenaventura cada dos meses para recorrer durante el año los 1.300 km de la costa del Pacífico, desde la frontera con Ecuador hasta Panamá, en misiones de doce días que llegan a diferentes caseríos. A bordo viajan 25 profesionales de la salud, la mayoría voluntarios.

Sentada en un pupitre de escuela, que sirve de recepción improvisada en el muelle de Docordó, esta mujer avispada y dulce maneja a la multitud ansiosa, mientras revisa la larga lista de nombres. Quince días antes, una misión previa identificó patologías y cirugías que podían preverse, unas 2.000 consultas y 150 operaciones.

La campaña comenzó en 2009. «Ya en estos años, son 65.000 personas que hemos atendido y más de 4.000 personas que hemos operado», dice Diego Posso, de 49 años, paramédico experto en traumatología, presidente fundador de Monte Tabor y miembro de la ONG Bomberos Sin Fronteras.

Neutral en un conflicto

Además de la pesada logística que precede a cada misión, con un costo de 150 millones de pesos (unos 47.000 dólares), debe garantizarse que la entrada del barco a la zona haya sido negociada entre la comunidad y los grupos armados que se disputan la región, incluidos guerrilleros del ELN y narcotraficantes del Clan del Golfo.

Después de más de medio siglo de enfrentamiento, en 2016 se firmó un acuerdo histórico que desarmó a los rebeldes de las FARC. Pero la paz está lejos de ser una realidad en este litoral estratégico para el transporte de cocaína y la explotación clandestina de oro.

Combates, cadáveres que flotan en el río, heridos de bala y desplazamiento de poblaciones aterrorizadas son «el pan de cada día» de las fuerzas armadas que patrullan la zona en lanchas rápidas, admite una fuente militar.

«Ha sido a veces difícil llegar a pueblos donde hay enfrentamientos, donde hay bombas», afirma Ana Lucía, enfatizando en la neutralidad del San Raffaele.

Una noche «muchos heridos» se tomaron el barco. Un paramilitar traía el brazo «casi que amputado». Unos meses más tarde alguien la agarró del hombro, en un pueblo río arriba: «Me asusté, pero era él y me dijo gracias a usted tengo una mano».

Desde el amanecer hasta altas horas de la noche, la chalupa motorizada del San Raffaele va y vuelve desde el atracadero hasta el buque. Cuando llegó su turno, la mujer indígena trepó el puente con su hijo a cuestas. En la popa, sombreada por una lona de plástico, la sala de espera está llena.

Agua contaminada e infecciones

El segundo de los cuatro niveles del San Raffaele fue acondicionado con consultorios de medicina general, ginecología, pediatría y odontología. También se adecuó un laboratorio de muestras, una farmacia y un quirófano con sala de recuperación de dos camillas y unidad de esterilización.

En la cubierta superior hay cocina, comedor y cuartos para los siete miembros de la tripulación. Abajo, camarotes de cuatro literas donde duermen médicos, enfermeras, psicólogos, etnoeducadores, antropólogos… «los ángeles del Pacífico», según sus pacientes.

La hora del descanso está lejos para el cirujano pediátrico Carlos Melo, de 55 años. Empalma una cirugía con otra, no solo para niños. «Son gente que no tiene nada. Es muy lejos (…) a seis, ocho horas de viaje en una canoa. No hay médicos», dice modestamente este pionero de la laparoscopia, voluntario desde hace cinco años.

Al final del pasillo, en su pequeño consultorio color pastel, María Isabel Lozano capotea su décima misión. Examina al bebé de Yenny, diagnosticado con una infección en la piel.

Es la realidad de numerosos enfermos por las aguas del San Juan, contaminadas por los residuos químicos de la coca y la minería ilegal, dice el médico Posso.

Muchos sufren de «diarreas, enfermedades respiratorias», agrega la pediatra especializada en neonatología. Esta rubia de 47 años no duda en bajar la escalera de la proa como una tromba para atender a un prematuro o desafiar de pie el balanceo de la chalupa, para mostrarle a una madre cómo aplicar un inhalador a sus tres hijos.

Por falta de donaciones, en ocasiones el San Raffaele no ha podido zarpar. Pero su futuro inmediato parece garantizado por una contribución de 350.000 euros de la Unión Europea, que asegura entre diez y doce misiones en un año.

Es una bocanada de oxígeno para Posso: «los proyectos son muchos, los sueños inmensos». Uno de ellos es traer de Estados Unidos un buque de 70 metros regalado por empresarios, para convertirlo en un hospital más grande, con gastroenterología, endoscopia, radiología… Ya tiene nombre: «El Arcángel».

Con información e imágenes de AFP