Opinión

¿Qué aprendió la ciencia a partir de la pandemia de coronavirus?


Por Karin Kopitowski-Directora del Departamento de Investigación del Instituto Universitario Hospital Italiano de Buenos Aires.

Nunca como en los últimos dos años los términos médico-científicos salieron a la calle. La pandemia de Covid-19 impuso una palabra que lo atravesó todo y a todos: urgencia.

La necesidad imperiosa de encontrar respuestas correctas era de los profesionales de la salud y de los investigadores científicos, como también de los líderes políticos y de la población mundial en general.

La incertidumbre se instaló tanto para cuestiones absolutamente cotidianas -desde el uso del barbijo hasta si había que instaurar cuarentenas extendidas, si las escuelas eran focos de contagio o si la prevención consistía también en limpiar superficies, entre muchas otras-, como para cuestiones muy técnicas y complejas, como dar con un tratamiento y/o lograr una vacuna que brindara protección.

Hoy surgen nuevas preguntas: ¿qué tuvo de distinta esta pandemia respecto a las anteriores como para que se lograran respuestas rápidas? Ante una nueva situación, ¿la ciencia podrá responder igual o mejor? En definitiva, ¿qué enseñanza dejó el Covid-19 en la comunidad científica que pueda capitalizarse en el futuro?

Lo que sí.

Las vacunas anticovídicas resultan una muestra de cómo la investigación científico-médica consiguió con éxito atender la urgencia acelerando los tiempos habituales de exploración, testeo y producción.

Por un lado, estuvo disponible una fuerte financiación y miles de científicos contribuyeron al esfuerzo. Además, mientras que para los ensayos de cualquier otra vacuna suelen ser necesarios entre 12 y 18 meses para reclutar participantes, en este caso, se inscribieron muy rápidamente varias decenas de miles de personas.
Eso dio como resultado que estas vacunas hayan sido probadas en una mayor cantidad de personas de lo que habían sido las anteriores para otras enfermedades.

A su vez, debido a la alta prevalencia de Covid-19 en la población, la observación de la eficacia de las vacunas basadas en las infecciones naturales fue más rápida de lo que sería con otras enfermedades más raras.

Hubo algo más, las empresas farmacéuticas asumieron riesgos financieros y comenzaron a invertir en la fabricación desde el principio, por lo que no hubo ningún retraso entre la finalización de las pruebas y la puesta en marcha.

Allí se concentran todos los aciertos: una robusta inversión financiera público-privada, ensayos clínicos colaborativos transnacionales e investigadores lo suficientemente capacitados como para estar a la altura del desafío.

Lo que no.

En pos de la urgencia, la ciencia pasó algunos semáforos en rojo. Hubo drogas o moléculas candidatas a tratamientos -por ejemplo, el tratamiento con plasma, la ivermectina y la hidroxicloroquina- que se probaron de manera imperfecta, con diseños y muestras incorrectas, se sacaron conclusiones prematuras y llegaron a la opinión pública como soluciones cuando no lo eran.

Un ensayo clínico precisa muchos voluntarios a los que se les explica que, al azar, se les va a administrar la droga o el placebo y firman un consentimiento. Cuando un paciente considera que esa droga es la que lo va a salvar, exige que se la administren y eso obtura la posibilidad de obtener evidencia de buena calidad, además de dilapidar recursos y traer efectos adversos.

Por otra parte, esas drogas tienen indicación para otras enfermedades por lo que, al empezar a usarse en forma errónea y masiva, dejan de estar disponibles para los cuadros que sí las requieren.

Lo importante es subrayar que la ciencia está (y estaba) preparada para saber cómo manejarse ante la urgencia. Un documento de la Organización Panamericana de la Salud (OPS), «Uso de emergencia de intervenciones no probadas y fuera del ámbito de la investigación», da las pautas para que la ciencia y la medicina usen una droga de emergencia pero cumpliendo con ciertos requisitos: no tiene que haber ningún otro tratamiento eficaz, no se pueden iniciar ensayos clínicos inmediatamente y tienen que existir trabajos preliminares que apoyen la eficacia y seguridad.

Además, las autoridades del país y los comités de ética de investigación tienen que aprobar este uso y debe haber recursos adecuados para que se minimicen los riesgos. Los pacientes tienen que firmar un consentimiento y deben ser informados respecto a que se les está administrando un suero de protocolo de emergencia, que se supervisa, se registra, se documenta y se comparte con la comunidad científica.

Eso no se cumplió con algunas de las drogas que se probaron para tratar el Covid-19, por el contrario, se confió en la eficacia de tratamientos que resultaron inútiles o dañinos, simplemente porque se bajó la vara estándar respecto a cómo se prueba la eficacia de un medicamento.

Por otro lado, la ciencia es atravesada por la política y eso se vio muy presente durante la pandemia, donde hubo drogas defendidas por ciertos líderes.

Fue dañino el uso de la política, cuando teníamos que preguntarnos por cosas como si las escuelas eran foco de contagio, la cuestión se tiñó de posiciones que obturaron la discusión científico-académica que implicaba poner las múltiples variables sobre la mesa y hacer una evaluación.

La conclusión es que ante la urgencia, se necesita más ciencia.

Creo que el gran aprendizaje que tuvimos es que la emergencia no debe precipitarnos a bajar la vara científica. Declarar el éxito de una intervención, supone cumplir con una metodología que ya está seteada, tiene que haber ensayos clínicos bien diseñados y eso es fundamental más allá de la prisa para encontrar soluciones.