"El presente programa es un conjunto coherente e inseparable", dijo en su discurso el ministro de Economía de la dictadura militar
El recuerdo por los 45 años del golpe del 24 de marzo de 1976 pasó por alto dos hechos que no se suelen tener en cuenta. Ese día no asumió el dictador Jorge Rafael Videla sino la Junta Militar, que él integraba con Emilio Massera y Orlando Agosti. Videla y sus ministros debieron esperar al 29 de marzo para presentar la jura formal, como si a los usurpadores del poder les importaran los protocolos.
Otras de las formalidades de quienes rompieron el orden constitucional desde su origen fue el de respetar la disposición constitucional de entonces (luego desactivada con la reforma de 1994) de contar con ocho ministros, ni uno menos ni uno más.
En un Gabinete dominado por uniformes del Ejército, la Armada y la Fuerza Aérea, dos civiles desentonaban con sus vestimentas. Uno, el de Educación, fue Ricardo Pedro Bruera, que no llegó a completar el período de Videla (en este caso, no se puede decir «mandato»), ya que fue reemplazado por Juan José Catalán, quien a su vez le dejó el cargo a Juan Rafael Llerena Amadeo.
En el Ministerio de Economía, la suerte le fue distinta a José Alfredo Martínez de Hoz. En un cargo inestable por naturaleza (en toda la historia argentina, sólo dos antecesores acompañaron al respectivo presidente del primer al último día de mandato), estuvo con Videla hasta que le entregara la banda a Roberto Eduardo Viola.
Algunos memoriosos recordaban que Martínez de Hoz había sido el último ministro de Economía de José María Guido por unos pocos meses que no pasaron a la historia, eclipsado por entonces por sus predecesores Federico Pinedo y Álvaro Alsogaray. Todo apuntaba a que se trataba de uno de los tantos ministros que se iba a sentar en uno de los sillones más inestables de la Administración Pública Nacional. Y que, como tantos, no soportaría las presiones de la «silla eléctrica» del quinto piso de Hipólito Yrigoyen 250.
Con el diario del lunes, se sabe que la realidad fue distinta. Martínez de Hoz estuvo cinco años consecutivos como ministro (una continuidad sólo superada después por Domingo Cavallo, pero entre dos presidencias de Carlos Menem) y en ese lustro marcó a fuego a la economía argentina como ninguno de sus predecesores. Acumuló tanto poder como para eclipsar a su propio presidente: al hablar de la economía de esos años, nadie se refiere al «plan de Videla».
«Joe», como lo llamaban sus íntimos, abordó la tarea al frente de uno de los equipos con mayor preparación previa al momento de su asunción. Una prueba de ello la constituye la cantidad de leyes, decretos y resoluciones dictadas en las primeras horas de gestión.
El ministro había sido puesto en funciones el 29 de marzo y su gabinete prestó juramente el día siguiente. El 2 de abril ya habían sido sancionadas siete leyes. Quedaba en claro que el equipo económico había comenzado a trabajar mucho antes del 24 de marzo.
El discurso del 2 de abril
Rompiendo con una tradición, el discurso de Martínez de Hoz no se circunscribió a algunos aspectos importantes de su programa sino que abarcó a toda la economía. A lo largo de dos horas, abarcó desde cuestiones globales como la racionalización del sector público hasta detalles como el precio del sorgo granífero en el noroeste.
Como lo dijera el propio ministro, «el presente programa es un conjunto coherente e inseparable. En el pasado, muchos de los intentos de saneamiento y recuperación económico-financiero del país han fracasado por haberse encarado únicamente aspectos parciales del problema».
A 45 años, puede comprobarse cuánto de lo dicho esa noche no se correspondió con la realidad y hasta resultaría una ironía de no haber desencadenado una tragedia, como la de alentar «la actividad económica sobre bases que tiendan a estimular y premiar la actividad productiva, quitando todo aliciente y posibilidad a la acción parasitaria especulativa».
O, si se prefiere «es también indispensable que consideremos una equitativa participación de los diversos sectores de la Nación en la riqueza del país… preservando el nivel de los salarios».
No fue el único pasaje de su discurso que chocó con los hechos: el ministro que puso el debate de las privatizaciones sobre la mesa no privatizó nada. Por el contrario, actuó con inusitada celeridad para terminar la estatización de la Compañía Italo Argentina de Electricidad (CIADE), de la que él había sido director.
La liberación de precios, la eliminación de los tipos de cambio múltiples y, en suma, el repudio al intervencionismo estatal en la economía, tuvo una excepción que puso en evidencia cuál iba a ser la variable de ajuste del plan: los salarios.
«No es factible pensar que puedan tener vigencia las condiciones ideales de libre contratación entre la parte obrera y la empresarial para la fijación del nivel de los salarios», puntualizó Martínez de Hoz, para quien «debe, pues, suspenderse toda actividad de negociación salarial entre los sindicatos y los empresarios, así como todo proceso de reajuste automático de salarios de acuerdo con índices preestablecidos».
En otras palabras, «será el Estado el que establecerá periódicamente el aumento que deberán tener los salarios». El empresariado respiraba tranquilo: lo de la «distribución equitativa» había sido una formalidad y la tasa de ganancia creciente estaba asegurada.
Pero hubo que esperar diez días más para que Martínez de Hoz abandonara la amabilidad y adelantara a los empresarios sus propósitos.
«Guay de aquel que no entienda la responsabilidad del momento histórico que vivimos», amenazó a unos quinientos empresarios convocados a un acto en la Secretaría de Comercio el 12 de abril.
Por si no quedaba claro, abundó: «No me va a temblar la mano en aplicar los instrumentos que tiene el Estado a su disposición, no para aplicar multas ni las penas consabidas de la ley de Abastecimiento, sino medios mucho más efectivos que pondrán en juego las leyes económicas para que, por medio de la política arancelaria o crediticia, a cada empresario que no haya sabido comprender la responsabilidad de la hora, se dé cuenta que le ha resultado un pésimo negocio el no haber estado a la altura de la comunidad empresaria en la cual debe desempeñar su oficio».
Para muchos, no pasaba de un habitual discurso de ocasión.
Cuando se dieron cuenta, ya era demasiado tarde.