Por Diego Añaños - CLG
Por Diego Añaños – CLG
Seguramente las influencias que operan sobre Javier Milei son variopintas, pero al observarlo actuar, parecería haber aprendido las lecciones de sus predecesores. Hoy el presidente domina, no sólo el debate, sino los términos del debate público. Como una versión dramática de El Aprendiz de Brujo, Milei remeda a Mickey y, varita en mano, reparte encantos a diestra y siniestra, cambiando el sentido de la realidad. En un reportaje otorgado al informático ruso-norteamericano Lex Fridman hace un par de días, el presidente sostuvo que la economía argentina se encontraba atravesando un momento “floreciente” (y floreciente va claramente entre comillas). Hay que sentirse muy poderoso para estamparle el adjetivo “floreciente” a la situación actual. Es cierto que existe un debate entre los economistas respecto a la recesión en trámite. Si bien la mayoría de los analistas coinciden a que el 2024 cerrará con una caída del producto de alrededor de un 3,5%, no hay acuerdo con respecto a la dinámica del proceso: mientras que los más optimistas aseguran que el economía dejó de caer en abril de este año, otros sostienen que la recuperación es muy heterogénea y que hay sectores que aún no despegan. Ahora, nadie en la Argentina que no sea el presidente o un funcionario del gobierno, podría afirmar sin ponerse colorado que la situación de la economía argentina es floreciente. Milei puede hacerlo (como dicen Catriel y Paco Amoroso: “la que puede, puede”).
En algún momento Macri ensayó con poco éxito transitar aquellos caminos, intentando instalar metáforas como la de los brotes verdes, la lluvia de inversiones, la luz al final del túnel, o la de la tormenta. Incluso, en una de sus más lisérgicas intervenciones, habló del crecimiento invisible. Fue en su discurso de apertura de las sesiones ordinarias del Congreso de la Nación, el 1° de marzo de 2018. Recordemos que en ese momento nadie lo sabía, ni siquiera el mismo Mauricio, pero el 2017 sería por escándalo el mejor año de la administración Cambiemos. No sólo porque la economía había crecido y la inflación había bajado, sino también porque el oficialismo había arrasado las elecciones legislativas de medio término, más que duplicando al kirchnerismo a nivel nacional, y con Cristina Fernández perdiendo la batalla en la provincia de Buenos Aires con Esteban Bullrich. Sin embargo, y pese a todo, Macri no pudo.
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Jonah Lehrer es un neurocientífico que ha participado de más de polémica. Unos de sus mejores libros, que recomiendo fervientemente, se titula “Proust y la neurociencia”. Hace unos cuántos años ya, llegó a mis manos gracias a los oficios intelectuales de un querido amigo (una gran científico de la ciudad, el Dr. Alejandro Vila, lo choluleo porque además de su amigo soy su fan). Sigamos. A lo largo de ocho ensayos, el autor recorre las obras de escritores, filósofos, pintores, músicos y hasta cocineros, mostrando cómo desde la cultura se prefiguraron descubrimientos que posteriores investigaciones científicas develarían en relación con los secretos del funcionamiento del cerebro. Pensando en esta columna, y los avatares de la realidad nacional, recordé algunos pasajes, lo que inmediatamente me llevó a Lewis Carroll. Parece un poco enroscado, pero tiene su lógica.
En un pasaje de Alicia a través del espejo, Humty Dumpty le dice a Alicia: “Cuando yo empleo una palabra, significa lo que yo quiero que signifique. Ni más, ni menos”. A lo que Alicia contesta: “La cuestión está en saber si usted puede conseguir que las palabras signifiquen tantas cosas diferentes”. Sin dudar un instante, Humpty Dumpty sentencia: “La cuestión está en saber quién manda aquí. Eso es todo”. Y ahí aparece una noción fundamental: el que le pone el nombre a las cosas tiene el poder. Mucho antes de que la evidencia científica pudiera medir efectivamente la influencia de las palabras que nombran la realidad sobre la realidad misma (digamos, probablemente antes que Nietszche, seguramente antes que Saussure, obviamente antes que Foucault, pero 127 años antes del “No pienses en un elefante”, de Lakoff), Lewis Carroll ya había descubierto el poder inconmensurable que otorga el hecho de nominar las cosas. Hoy parece una verdad de Perogrullo, pero había que escribirlo en 1877.
Hoy Javier Milei puede decir que la realidad de la economía es floreciente, y que su gobierno, en menos de un año, ya es el mejor de la Historia. Puede llamar a los legisladores estafadores, traidores o ratas. Puede llamar a los periodistas ensobrados, o delincuentes del micrófono (como lo hizo el miércoles pasado en un extenso posteo en X). Puede decir que los chinos son comunistas, para luego decir que son geniales. Parafraseando a Foucault, su elemento natural es el no-lugar del lenguaje, específicamente el no-lugar de las redes sociales. Se ha apoderado de las palabras y hoy le otorga sentido a los hechos. Una ficción gigantesca, pensarán muchos, pero lo cierto es que aún se mantiene incólume. Lo suficientemente fuerte como para sostener un proyecto político, es cierto. Pero también lo suficientemente débil como para colapsar ante la afirmación del niño de Andersen, aquel que dijo: “el Rey está desnudo”. Sólo el tiempo nos dirá hasta cuándo.