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Cambio climático

Migrantes ambientales: una oportunidad para Argentina y la región


Por Ignacio Odriozola* 

Según datos del Centro de Monitoreo sobre Desplazamiento Interno (IDMC, por sus siglas en inglés) en 2017, en la Argentina un total de 27 mil personas fueron forzadas a desplazarse dentro de los márgenes del país a raíz de inundaciones e incendios forestales ocurridos en distintos períodos del año y en diferentes puntos del territorio. 

La suma en cuestión contribuye a los 18,8 millones de seres humanos que, en el mismo año, a lo largo y a lo ancho del planeta, debieron abandonar sus hogares debido al impacto generado por diversos fenómenos vinculados al medio ambiente. 

Sí, la migración y el desplazamiento debido a eventos relacionados con el clima sucede. Es una realidad. 

Nuestro país «aporta» un número menor al total de desplazados a nivel global, pero una suma suficiente para afirmar que en la Argentina contamos con un grupo de migrantes ambientales. Es decir, contamos con personas que debido a la incidencia negativa en sus vidas – o condiciones de vida – de los cambios repentinos y/o graduales en el medio ambiente, se vieron en la obligación de abandonar su lugar de residencia habitual de manera temporal o permanente, desplazándose hacia otras partes del país o incluso fuera del mismo (esta cifra no es contemplada por los registros del IDMC). 

Los principales afectados por los desastres o por los cambios en el clima suelen ser los sectores socialmente vulnerables, quienes carecen de capacidad de resiliencia para responder a estos factores por encontrarse comúnmente inmersos en círculos estructurales, propios de la dinámica social, económica y del ordenamiento territorial. Entre las razones que vulneran la resistencia a estos efectos pueden mencionarse la inequidad o la pobreza, el asentamiento en espacios irregulares o en construcciones precarias y la informalidad laboral o el desempleo. 

Así, de manera reactiva, ante la inminencia del daño, o preventiva, como una estrategia de adaptación al cambio, estas personas se movilizan atravesando una serie de etapas caracterizadas por el sufrimiento, el desarraigo, la pérdida material y humana, la falta de protección física y jurídica y la violación de sus derechos humanos. En definitiva, vivencian una suma de consecuencias que profundizan su vulnerabilidad. 

De todos modos, esta problemática no ha permeado las agendas públicas a nivel nacional o regional. Resulta un tema tan desatendido como inexplorado. 

De hecho, la Organización de las Naciones Unidas (ONU), en los últimos años y con cautela, ha avanzado paulatinamente en el reconocimiento del impacto de los efectos adversos de los desastres y el cambio climático como factores impulsores de movilidad humana. 

La discreción a la hora de hacer referencia a esta realidad puede que responda a la compleja tarea que representa separar los procesos ambientales de los sociales, económicos y políticos: esta tipología de migración no es monocausal, sino que se inscribe en un contexto en que se potencian un conjunto de factores complejos que pueden tornar difusas las razones del desplazamiento. 

Por ello, resulta difícil determinar quiénes deben ser considerados «migrantes ambientales». Ni siquiera la comunidad internacional ha acordado una definición universal para esta categoría, cuestión que obstaculiza el refuerzo de la protección que ellos merecen, por encima de los derechos humanos que alcanzan a toda persona, y que entorpece la producción de información y de estadísticas que permitan abordar este fenómeno de manera eficiente. 

Tarde pero seguro y en gran parte como respuesta a los registros récord de desplazados a nivel global, la «crisis migratoria» en Europa y la incapacidad de los Estados para abordar los afluentes masivos de desplazados, el asunto de las migraciones recibió por unanimidad un lugar en la agenda internacional. El 19 de septiembre de 2016, en la Asamblea General de la ONU, 193 Estados firmaron la Declaración de Nueva York para los Refugiados y los Migrantes. Allí se comprometieron a concertar un Pacto Mundial para la Migración Segura, Ordenada y Regular que establezca las bases para mejorar la gobernabilidad migratoria. 

Luego de dos años de intenso trabajo, el pasado 11 de julio se concretó el borrador cero -llamado zero draft- del referido Pacto Mundial. Este documento, que no será de cumplimiento obligatorio para las partes, deberá ser rubricado en diciembre próximo en Marrakech, Marruecos, por 191 Estados. Con excepción de Estados Unidos y Hungría, que abandonaron las negociaciones. 

En el Pacto Mundial, finalmente, la comunidad internacional en su conjunto ha propuesto que, en un marco de cooperación, los Estados adopten mecanismos para minimizar los factores estructurales y los efectos adversos de los fenómenos climáticos sobre las personas, con el objetivo de que estas no se vean en la obligación de migrar. 

También estimularon la creación de observatorios, para analizar e intercambiar información sobre este fenómeno, alentaron a que los Estados vecinos adopten medidas y estrategias asociadas para garantizar alerta temprana, planes de contingencia, planes de evacuación e información pública. 

A su vez, promovieron el desarrollo de enfoques y mecanismos a nivel subregional y regional que aseguren la prestación de asistencia humanitaria y promuevan medidas para aumentar la resiliencia. 

América Latina sufre anualmente 70 eventos climáticos (Cepal y Unicef). Un tercio total de la población regional vive en zonas de alto riesgo de desastres naturales (FAO). Pocos países incluyen la movilidad humana como un tópico estratégico en sus normas o políticas climáticas (sólo Perú y Bolivia refieren expresamente en sus legislaciones a «migrantes climáticos»). 

Los escasos avances no son lineales ni coordinados: suceden como respuesta a eventos naturales extremos (por ejemplo, las visas humanitarias otorgadas a haitianos que huyeron de los efectos devastadores del terremoto de 2010) 

Entonces, aprovechando la ocasión propuesta por el Pacto Mundial, sumado a su condición de «país de puertas abiertas» y su destacado rol internacional en foros que abordan cuestiones tanto ambientales como migratorias, la Argentina, al igual que con la Ley de Migraciones (Ley 25.871) -en aquel tiempo aplaudida por la ONU y luego replicada en otros países de la región- se encuentra frente a una nueva oportunidad. 

Ello es, avanzar en un proceso de articulación de actores para fomentar la negociación a nivel regional de un documento específico que busque determinar quiénes son las personas «migrantes ambientales», para así establecer políticas conjuntas con los países vecinos que ayuden tanto a precisar datos e información como a proteger sus derechos y brindar herramientas para garantizar una vida digna a quienes se ven obligados a desplazarse por desastres y el cambio climático. 

Los 27 mil migrantes ambientales en la Argentina y tantos otros en América Latina lo agradecerán. 

*Abogado (UBA). Investigador de la Red Sudamericana para las Migraciones Ambientales (Resama)