Por Marina Sepúlveda
En un mundo en crisis medioambiental y alimentaria con dificultades para el acceso de los alimentos básicos dominado por la lógica del mercado, ¿son los alimentos bienes culturales, parte de la identidad social e incluso patrimonio vivo?, interrogante que atraviesa algunos de los debates que tienen lugar actualmente a partir de iniciativas recientes que buscan instalar como parte del patrimonio cultural a algunos componentes de la gastronomía, como la fiesta de la vendimia, que por su pregnancia social y colectiva se constituyen en expresiones de los modos de habitar y pensar en la sociedad.
El uso del término «bien cultural» para los alimentos como la carne, el trigo y el maíz planteado durante la presentación de la ley que crea el Régimen de Fomento al Desarrollo Agroindustrial -en Casa de Gobierno-, por el flamante ministro de Agricultura, Ganadería y Pesca, Julián Domínguez, se instaló como parte del debate. «La producción agropecuaria es una parte indisoluble de nuestra identidad nacional. El trigo, el maíz y la carne son considerados bienes culturales argentinos y están en el centro de nuestras tradiciones», manifestó Domínguez a fines de septiembre y en esos días, en un programa televisivo, volvió a afirmar: «No hay ningún país del mundo que un bien cultural tenga disponibilidad para que el mercado lo maneje» y «es importante entender que el consumo de los argentinos es un bien superior».
El arte de los «pizzaioli» napolitanos como práctica culinaria, la gastronomía mediterránea o la francesa como patrimonio inmaterial inscriptos en la lista Representativa del Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad de la Unesco, son ejemplos del relevante lugar que algunos países le asignan a sus bienes culinarios.
Pero en este listado también están tejidos, fabricación de cerámicas o gotas de vidrio, apicultura tradicional en árboles, el arte de la relojería, la poesía oral como el pantun, la cultura del sauna finlandés, el yoga, así como el conocimiento y práctica de músicas ancestrales, el alpinismo o arte de escalar cumbres, las parrandas en Cuba o la carrera de dromedarios de los beduinos, que son parte del numeroso listado de la entidad internacional. En ella, la Argentina tiene inscriptos el tango que comparte con Uruguay (2009), el filete porteño de Buenos Aires (2015) y el Chamamé en 2020, y desde Mendoza se promueve sumar a la Fiesta Nacional de la Vendimia.
«La alimentación está teniendo bastante trascendencia en relación al patrimonio inmaterial», explica la antropóloga Mónica Lacarrieu a Télam y destaca que esta tendencia se refleja en los distintos eventos académicos en los que se considera la cultura y el agro vinculadas al patrimonio inmaterial. «Cada vez más hay una intención de poner en juego esos procesos vinculados a la tierra, a la producción, porque el patrimonio inmaterial contribuiría inclusive a resolver problemas sociales, naturales, de medio ambiente, bienestar, y desarrollo sustentable, inclusive».
«Por ejemplo en México hubo durante muchos años interés de introducir en las listas de Unesco la comida mexicana, y no se conseguía resolverlo porque la comida mexicana es amplia, diversa, regional, y no todo el mundo come lo mismo. Al final se resolvió legitimando a las cocineras de Michoacán», recuerda la especialista, quien apunta que en los primeros años posteriores a la Convención para la Salvaguardia del Patrimonio Cultural Inmaterial de 2003 se inscribió en Unesco la dieta mediterránea que involucró a varios países.
Sin embargo, sostiene que hay una revisión de estas presentaciones «porque es imposible pensar los elementos sin los sujetos, grupos sociales que se encuentran vinculados con esos recursos naturales y alimenticios».
Volviendo a lo local, en el caso del maíz y el trigo, indica, son recursos alimenticios, productivos, naturales y sociales, que tienen que ver con la alimentación poblacional: «Todo elemento, toda manifestación o expresión vinculada al patrimonio en general, pero al patrimonio inmaterial en particular, tiene que ver con la identidad. Cuando se legítima algún tipo de manifestación es porque los grupos sociales tienen vigente y se sienten identificados, y por eso le dan continuidad. Se sienten identificados con esa expresión cultural, a partir de la cual se validan, representan y autodefinen».
Por lo tanto, la cuestión de si la carne, el trigo y el maíz pueden ser validadas «en términos de parte constitutiva de nuestra identidad» en su opinión «podrían serlo, pero no los tomaría como bien cultural, porque es caer en la visión cosificada y objetivista o productivista del producto sin pensar en los procesos. El maíz es un recurso natural y alimenticio y social de buena parte de las sociedades latinoamericanas».
Lo que propone Lacarrieu es «mirar comunidades, grupos sociales» y no tomar «los elementos individualmente, mucho menos como bien cultural» -una noción que nace con el patrimonio histórico, arquitectónico, material-, ni como elemento o manifestación del pueblo nacional, para no entrar en disputa con grupos sociales como los veganos y vegetarianos, por ejemplo, lo que «sería bastante conflictivo en este momento».
«El patrimonio en general es un campo de disputa, no hay duda de ello» pero no debería llevar a fortalecer disputas sino que «con el patrimonio se busca el consenso, el acuerdo y la resonancia social. O sea que la población se sienta identificada, representada. No toda la población. Eso sería imposible. Pero sí una parte mayoritaria», aclara la investigadora del Conicet.
Otro dato interesante que aporta la especialista fue cuando «la cocina francesa fue legitimada y eso fue un muy mal ejemplo», mientras que en el caso de Colombia no se elevó a consideración la propuesta de la cocina colombiana por ser «muy criticado y cuestionado incluso por grupos de expertos y especialistas» con el planteo de «que esa comida no la come todo el mundo» y porque «esa mirada no tiene en cuenta la activación de la cocina colombiana, lo que comen los pobres o las cuestiones de salud o qué pasa con determinadas regiones».
Por eso, en referencia a la alimentación «se debe fortalecer, argumentar y fundamentar desde los procesos productivos vinculados a agriculturas familiares, rurales, al campesinado y otras cuestiones y luego en función de qué pasa con esas poblaciones y elementos, hasta donde se identifican y hasta dónde son de bienestar y de desarrollo sustentable».
Entonces, maíz, trigo y carne ¿bien cultural, sí o no? Por todo lo dicho, para la antropóloga no deberían ser declarados de esa modo, en todo caso «sí como manifestaciones, expresiones o parte de procesos sociales que llevarían a la idea del elemento en términos del patrimonio cultural inmaterial, pero para eso habría que trabajar con las comunidades, con los grupos sociales que están vinculados y ahí acotar muy bien el famoso concepto de comunidad y quienes son».
En el caso de la Fiesta de la Vendimia, para lo cual fue consultada en su momento, no considera que sea una candidata viable y anticipa que probablemente se van a dar discusiones cuando llegue a la Unesco acerca de «si puede ser considerada patrimonio inmaterial, porque roza con la industria cultural y a esta altura no es una fiesta que se organice en forma comunitaria, sino que está muy vinculada al espectáculo».
«El patrimonio inmaterial ha estado intentando quedar desde su origen al margen de lo espectacular y lo espectacularizado», lo que no inhabilita algunas fiestas como los carnavales «que son espectáculo en sí mismos que sí han sido inscriptos», aclara.
Pero lo cierto es que «ninguna fiesta se explica por sí misma, y esa es la idea de pensar el elemento como bien cultural independientemente de los procesos sociales, porque no se puede explicar la vendimia o la fiesta sin considerar los procesos productivos o sociales a partir de los cuales se llega a ese momento», afirma y agrega «pasan muchas cosas previamente que no tienen que ver con la fiesta en sí qué hacen que la fiesta finalmente se desarrolle».
Y esto es similar al caso del maíz, trigo y la carne, donde los ciclos agrícolas contribuyen a que se desarrollen determinadas prácticas sociales en relación a esos recursos naturales, productivos, sociales, que deben considerarse. Esto deja al descubierto que «no se puede declarar e inscribir un producto al margen de las comunidades, grupos sociales o individuos que están vinculados con esos recursos».
Cuando se postula un expediente para la inscripción en Unesco o para una «declaratoria» a nivel nacional se suele colocar el eje en el producto, el bien, o en el caso del patrimonio inmaterial, en el elemento, como la la vendimia, el cuarteto cordobés y «si bien no tienen las características del bien cultural, se recurre a una lógica del patrimonio material, cuando lo importante en el patrimonio inmaterial son los procesos sociales y los contextos en los que se dan», concluye la antropóloga.