Por Jorge Elías (*)
Casablanca (Marruecos). Después de un año y medio de negociaciones, casi 160 de los 193 miembros de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) decidieron contrarrestar la oleada nacionalista que sacude a Europa y otros confines. Firmaron en Marrakech el Pacto Mundial para la Migración Segura, Ordenada y Regular. Se trata de un acuerdo de cooperación no vinculante en respuesta a la cerrazón de Italia, Malta, Hungría y otros países, como Estados Unidos, ante el arribo de migrantes. Un contingente de 750 millones de personas, el 10 por ciento de la población mundial, estima Gallup.
Es la primera vez en la historia que la mayoría de los miembros de la ONU procura ordenar un fenómeno global de esta magnitud. ¿Cómo? En dos palabras, «salvar vidas», más allá de que los buenos propósitos choquen con la realidad. La de barcazas endebles repelidas en el Mediterráneo o la de centroamericanos amontonados en México frente a la muralla de Estados Unidos. La cruzada contra la inmigración del primer ministro de Hungría, Viktor Orbán, se expandió a Italia, Malta y otros países, como Alemania, donde el ascenso de fuerzas de ultraderecha obligaron a los partidos centristas a endurecer sus agendas.
Esa tendencia, también presente en España tras la victoria de Vox en las elecciones autonómicas de Andalucía, no turba a algunos de los gobiernos que, en principio, ven en la migración un intento de minar la soberanía nacional. Los no firmantes del pacto, Estados Unidos, Australia, Israel, Bélgica (cuyo frágil gobierno voló por los aires a raíz de la oposición al pacto de los separatistas flamencos), Polonia, Austria, República Checa, Eslovaquia, Bulgaria y Brasil desde la inminente investidura de Jair Bolsonaro, coinciden en afirmar que la inmigración legal debe ser gestionada con controles efectivos de las fronteras. El problema radica en que, por tratarse de un fenómeno global, ningún país puede gestionarlo en solitario. En algunos gobiernos, como el belga,
En los últimos años, el flujo migratorio hacia Europa se ha desplazado de las costas de Libia al Magreb. En 2018, 6.433 migrantes sin papeles procedentes de Marruecos han sido identificados en España. La elección de Marrakech para suscribir el documento de la ONU no ha sido casual, más allá de las críticas de organizaciones humanitarias por el trato que reciben los migrantes y de la rivalidad con Argelia por su respaldo al Frente Polisario. La puerta de entrada y de salida de África pasa a ser una suerte de centinela de Europa a cambio de mayores aportes, como ha ocurrido con Libia y con Turquía.
El cierre del grifo, sin revisión de los métodos, contradice el espíritu del pacto de la ONU, así como las expulsiones «en caliente». El gobierno de Pedro Sánchez pasó de acoger a las 629 personas que iban a bordo del barco Aquarius, rechazadas por Italia y Malta, a reforzar las vallas de Ceuta y de Melilla, en el estrecho de Gibraltar. A finales de agosto, después de varias tentativas de grupos de migrantes de saltar en forma violenta la valla de Ceuta, lanzando cal viva a los agentes, España se valió de un acuerdo firmado en 1992 con Marruecos para devolver a 116 involucrados en los disturbios.
En Marruecos, la palabra jarraga (sin papeles) circula a menudo entre los jóvenes. Cual paliativo, el rey Mohamed VI decretó la vuelta al servicio militar obligatorio, suspendido desde 2006, para hombres y mujeres de entre 19 y 25 años. Una forma de retenerlos frente a una crisis recurrente. La del desempleo. Y frente a otra crisis también recurrente. La de las libertades individuales en un mundo cada vez más conectado en el cual las fronteras físicas impiden el paso de personas cuyas vidas, según la ONU, deben ser salvadas a pesar de los reparos del remozado nacionalismo, causante de dos guerras mundiales y de otras tantas calamidades.
(*) Periodista, dirige el portal de información y análisis internacional El Ínterin, y es columnista en la Televisión Pública Argentina.