Por Carlos Duclos
Estamos en el posmodernismo; es decir, y como lo escribí hace unos días, en el umbral del fin de los tiempos, que debe entenderse como el fin de un largo ciclo de sufrimientos de los seres sensibles e inocentes. Cuando expreso “seres sensibles e inocentes”, me refiero a los seres humanos, hermanos animales y seres del reino vegetal, en su esencia buenos, que han sido profanados, humillados, conculcados por los hombres perversos a sabiendas y premeditadamente, y por los ignorantes e indiferentes que no han querido buscar la verdad o se han acomodado en el sofá del “me ocupo de mí” y lo demás a su suerte.
Estamos en este tiempo en donde los anticristos (un conglomerado de mentes siniestras) gobiernan a la humanidad y tiene gerentes en todas partes del mundo. Anticristos que tienen el poder de persuadir incluso a mentes brillantes, de hacerles creer que la mentira es la verdad. Falsos cristos cuya obra fue advertida hace mucho tiempo (“¡Ay de los que llaman al mal bien y al bien mal, que tienen las tinieblas por luz y la luz por tinieblas, que tienen lo amargo por dulce y lo dulce por amargo!” Isaías 5:20)
Estos demiurgos, celebrados incluso por creyentes declarados y practicantes, con lo cual se cumple la palabra de Jesús: “Porque se levantarán falsos Cristos y falsos profetas, y mostrarán grandes señales y prodigios, para así engañar, de ser posible, aun a los escogidos”, han logrado instalar la cultura de la muerte, la muerte en todas sus formas: la muerte del cuerpo prematuramente, la muerte de la paz interior, la muerte de los derechos, la muerte de la familia como institución básica social, la muerte hasta del trabajo (la robótica del anticristo -adorado por sus seguidores y celebrado por pobres ignorantes que entregan a su descendencia al llanto sin saberlo- es un ejemplo reafirmado por serios estudios que indican que en el año 2030, el 34% de los empleos podría estar en riesgo por la automatización, según el estudio ‘Will robots steal our Jobs, elaborado por PwC a partir del análisis del mercado laboral de 27 países”).
Es por tal motivo que los anticristos mandan a controlar la natalidad, fomentan la disolución de la familia, impulsan la matanza de personas a través de enfermedades contraídas por la contaminación e impulsan todo tipo de políticas y modos culturales que tengan que ver con la no reproducción. La humanidad debe tener un número determinado de personas y no más. Pero además, estas acciones de control de la natalidad deben significar un buen negocio, redituable económicamente para los demonios.
Paradójicamente, estas políticas y pautas culturales que nacen de la ultraderecha son tomadas por la ultraizquierda y progresismo desprevenido. Pero no es paradójico ni asombroso, porque en realidad la cabeza del poder es un cerebro que baja órdenes a derechas e izquierdas y así mientras algunos militantes progresistas creen que luchan contra un poder omnímodo, en realidad sirven sin saberlo, en varios aspectos, a ese poder. Nicholas Murray Butler, profesor de filosofía de la Universidad de Columbia y premio Nobel de Paz en 1931 ha dicho que “el mundo se divide en tres categorías de gentes: un pequeño número que hace que los acontecimientos se produzcan (poder director); un grupo un poco más numeroso que vigila su ejecución y que observa para que se cumplan (gerentes en diversas regiones del mundo) y, finalmente, una amplia mayoría que no sabe jamás lo que ha sucedido en realidad” (masa social).
Es mucho lo que podría decirse sobre este plan siniestro que, por supuesto, muchos tildan de paranoia (aunque la pobreza aumenta, las muertes prematuras se multiplican y los laboratorios ganan miles de millones de dólares), pero quisiera concluir con una desgracia que es efecto de este plan y que padece un alto porcentaje de la población: la soledad que es ya una patología.
No se trata de la soledad eventual y romántica que impulsa a crear, a la superación del hombre, sino a la soledad instalada en la mente colectiva por pautas culturales, costumbres, modas y tecnología, que neutraliza, bloquea el cerebro, aniquila el “yo” y sume a la persona en un vacío que llena con frivolidades y le inculca a creer que nada de orden espiritual, moral y ético tiene sentido y que la vida es una circunstancia superficial que no tiene porqué ser pensada demasiado. Es decir, un estado de existencia en donde la felicidad se confunde con mero y efímero placer, en donde la ausencia de valores permite que la persona puede ser dirigida y su voluntad subyugada. Un estado de cosas en donde los seres pensantes y deseosos de un mundo de verdad están arrinconados y ciertamente expuestos también a la soledad. Un plan casi perfecto. Casi, porque como también fue dicho “de Dios nadie se burla”.