Robert Ustian sabe que el fantasma de los hooligans neonazis que ha amenazado al fútbol ruso durante décadas puede aparecer de nuevo cualquier día.
Este hincha del CSKA de Moscú de 34 años dirige a un puñado de informadores en cada encuentro del equipo de la capital, encargados de denunciar cualquier acto racista.
Ustian envía después a las autoridades los vídeos en los que aparecen seguidores del CSKA realizando saludos nazis o mostrando pancartas de apoyo a las SS hitlerianas… esperando alguna reacción o sanción.
«No nos estamos enfrentando a los mejores chicos del mundo.
Creo que estos tipos solo conocen mi identidad porque trato de esconder la de los otros… que tienen familias, hijos», explicó Ustian.
«Pero ya hemos ido muy lejos y aunque me ocurriese algo, hay otros que se harán cargo» de esta lucha, añadió.
Los matones que acechan a Ustian son los mismos que el presidente Vladimir Putin ha tratado por todos los medios de hacerlos desaparecer durante la celebración del próximo Mundial, del 14 de junio al 15 de julio.
Las tácticas de las fuerzas de seguridad rusas van desde la intimidación a las detenciones preventivas.
Cientos (algunos piensan que son miles) ya han sido instados o forzados a firmar una especie de contrato de «buen comportamiento» para asegurarse que nada perturbará el evento, que Putin pretende utilizar como escaparate de su régimen hacia Occidente.
Pero lo que sucederá una vez finalizada la fiesta del fútbol y que el foco mediático se dirija a otro lugar es tan incierto como el futuro de Ustian.
– Marsella marcó un antes y un después -.
Los hooligans rusos acapararon los titulares de los medios de todo el mundo cuando unos cientos de ellos atacaron a los hinchas ingleses en Marsella antes del partido que enfrentó a Rusia e Inglaterra en la pasada Eurocopa-2016.
La batalla sangrienta en el puerto de Marsella se saldó con dos ingleses en estado crítico y coronaron a los rusos como los reyes del fútbol barriobajero.
Pero aquel caos que conmocionó a toda Europa se gestó en los destartalados estadios rusos tras la descomposición de la Unión Soviética.
Jóvenes hambrientos y pobres pasaron sus días en gimnasios de boxeo y lucha, ya fuera en las ciudades más apartadas de los Urales, hasta en San Petersburgo, cuna de Putin. Allí se formaron grupos alrededor de los clubes de fútbol.
Esos grupos de ultras se inspiraron en los hooligans británicos de la década de 1970, a lo que se añadió un peligroso componente de supremacía blanco-nacionalista.
Los estadios se convirtieron en el escenario donde los pandilleros podían demostrar su poder y con ello llamar la atención de otros seguidores. Las autoridades dejaron crecer estos grupos a cambio de que no se metieran en política.
Un acuerdo que Putin trató de repetir hace ocho años.
El propio Putin acudió en diciembre de 2010 al entierro de un ultra del Spartak, asesinado por inmigrantes del Cáucaso, un suceso que provocó disturbios de los hooligans alrededor mismo de los muros del Kremlin, con persecución incluida a las minorías no eslavas, en los incidentes raciales más violentos de la historia reciente del país.
La capacidad de movilización y el desprecio por la policía de estos grupos sorprendió a Putin, que no dudó en reunirse con los líderes de algunos de ellos y llegó a colocar flores en la tumba del hincha del Spartak asesinado.
Todo ello sirvió a Putin para garantizarse el respaldo de estos grupos.
– Putin se gana su apoyo -.
«Putin no condenó la violencia ni se acordó de las minorías.
Fue a la tumba de este tipo junto a elementos de la extrema derecha», denuncia Pavel Klymenko, de la red FARE (siglas en inglés de Fútbol contra el Racismo en Europa), una organización con sede en Londres.
Pero todo cambió tras lo ocurrido en Marsella, ya que Putin no podía permitirse escenas similares durante su Copa del Mundo y los principales elementos de estos grupos pasaron a ser perseguidos.
«La policía y los servicios de seguridad tienen listas de personas de interés», declaró Oleg Semyonov, un abogado que asesora legalmente a estas personas. «Y no estamos hablando de 100 o 200. Son muchos más».
Los ataques racistas han llegado también a los terrenos de juego. El portugués Nuno Rocha, de origen caboverdiano, escuchó gritos de mono cuando iba a lanzar un penal decisivo para su equipo, el Tosno. El centrocampista se quedó mirando a la grada y después marcó el tanto que supuso la eliminación del Spartak en la copa el mes pasado.
Gritos similares sufrieron Paul Pogba y Ousmane Dembele durante el amistoso que enfrentó a Rusia contra Francia en marzo en San Petersburgo.
«Muchos jugadores de diferentes continentes juegan en Rusia.
No podemos decir que haya un gran problema de racismo en Rusia», declaró el viceprimer ministro Vitaly Mutko, que trató que quitar hierro al asunto.
Ese tipo de comentarios son los que enojan a Ustian y a todos aquellos que tratan de luchar contra el racismo en el fútbol ruso. «Nuestras autoridades piensan que si se acepta la existencia del problema, todo el país pasaría como una nación racista o fascista», critica.
Klymenko, de FARE, considera que se ha luchado más contra la violencia que contra la xenofobia en el fútbol y considera probable algún episodio racista que involucre a rusos durante el Mundial.
Aunque lo que más teme Ustian es que tras el Mundial, los hooligans vuelvan a campar a sus anchas por los estadios del país.