Un 2 de mayo de 2011 el presidente estadounidense Barack Obama anunciaba que fuerzas especiales habían matado al saudita en Pakistán
Una década después de que Estados Unidos matara a Osama Ben Laden y augurara «un mundo más seguro», el islamismo radical goza de excelente salud, y Washington ha sido derrotado en Afganistán en la batalla más ambiciosa de la «guerra al terrorismo» que lanzó para atrapar al líder de Al Qaeda y acabar con el extremismo islámico.
Aun diezmada y con un nuevo liderazgo, Al Qaeda sigue inspirando y asesorando a grupos yihadistas de todo el mundo, mientras que sus competidores del Estado Islámico (EI), declarados «derrotados» en 2019, están resurgiendo en Irak y Siria y aumentando su presencia en Afganistán, Pakistán y África.
Y eso solo en lo que atañe al fundamentalismo de la rama sunnita de los musulmanes.
Decenas de nuevas organizaciones armadas chiitas surgieron en años recientes en Medio Oriente y el norte de África, así como muchas otras sunnitas.
Y ya no es solo la lucha contra Occidente el fin al que se disponen, sino también, y cada vez más, a la guerra soterrada que, a través de esos grupos, libran los máximos referentes estatales teocráticos de esas ramas del islam históricamente enfrentadas: la república chiita de Irán y la monarquía sunnita de Arabia Saudita.
La invasión estadounidense de Irak, la guerra entre el Gobierno de Siria e islamistas sunnitas y las revoluciones de la primavera árabe extremaron una enemistad que ya tenía siglos cuando el presidente estadounidense Barack Obama anunció, el 2 de mayo de 2011, que fuerzas especiales habían matado al saudita Ben Laden en Pakistán.
«Es un gran día para Estados Unidos. El mundo es más seguro y mejor a causa de la muerte de Osama Ben Laden», dijo Obama aquella noche en la Casa Blanca.
Desde entonces, cientos de miles de personas han muerto en Siria, en la revuelta islamista contra Muammar Kaddafi en Libia o la guerra de Yemen entre Arabia Saudita y rebeldes islamistas chiitas, así como en atentados del EI o Al Qaeda en Estados Unidos, Irak, Afganistán, Pakistán, India y numerosos países de Europa y África.
Decenas de millones de personas tuvieron que dejar sus casas en Siria, Irak, Yemen, Afganistán, Pakistán o Nigeria, y en 2015 más de 1 millón de esos refugiados de guerra se lanzó en barcazas al Mediterráneo para intentar llegar a Europa y huir de la letal coctelera de pobreza y yihadismo agitada por potencias regionales y mundiales.
Luego de los ataques del 11 de septiembre de 2001 cometidos por Al Qaeda en EE.UU. contra las Torres Gemelas y el Pentágono (11-S), Occidente gastó miles de millones de dólares para tratar de derrotar al islamismo radical; pero los yihadistas son hoy, de manera indisputable, muchos más que hace dos décadas.
Y el presidente estadounidense, Joe Biden, quien planea celebrar el 20° aniversario de los ataques del 11-S retirando las tropas de Afganistán, no solo no podrá cantar victoria, sino que además deberá disimular lo que a todas luces es una derrota en la guerra lanzada justamente para forzar a los islamistas talibanes a entregarle a Ben Laden.
Tras la muerte de decenas de miles de afganos y de 2.442 soldados estadounidenses en 20 años de conflicto, la retirada sin gloria de EEUU y la OTAN deja a los talibanes en control de la mitad de Afganistán, y a Occidente tratando de convencerlos a ellos y al Gobierno afgano de que firmen la paz porque ninguno puede derrotar al otro.
El mejor escenario es hoy un Gobierno de unidad con participación de los talibanes, y el peor un fracaso del diálogo y que el país abra un nuevo capítulo de su eterna guerra civil.
Mientras tanto, Al Qaeda ha ido adaptándose a las nuevas realidades.
Luego del asesinato de Ben Laden, su histórico lugarteniente egipcio Ayman al-Zawahiri pasó a liderar la cúpula de la red, que se transformó más bien en una «junta de asesores» que promueve su ideología y recluta y asiste a yihadistas sunnitas de todo el mundo.
«Al Qaeda central es una sombra de lo que era. Con Zawahiri, básicamente ha tercerizado sus operaciones desde el Magreb a Somalia y Afganistán, pasando por Siria e Irak», dijo Barak Mendelsohn, experto en extremismo de la Universidad de Haverford, de Pensilvania, EEUU, a la agencia de noticias AFP.
En 2014, uno de estos grupos inspirados en Al Qaeda, el ahora EI, tras romper con Al-Zawahiri, aprovechó el caos de la guerra en Siria y conquistó gran parte del país y del vecino Irak, proclamando un «califato» desde donde tramó decenas de atentados en países de Europa movilizados para combatirlo junto a EE.UU.
Atacado por aire y tierra, el EI perdió sus territorios en Siria e Irak a fines de 2018 e inicios de 2019, y su líder, Abu Bakr al-Baghdadi, se inmoló con explosivos al verse acorralado por fuerzas estadounidenses en una vivienda en el norte de Siria el 27 de octubre de 2019.
Pero el EI está volviendo lenta, sigilosamente.
Irak reportó un aumento de ataques del grupo en 2020, así como de su capacidad de reclutamiento.
Especialistas han advertido que en Irak y Siria se mantienen las condiciones que hacen prosperar al EI: falta de servicios básicos, desempleo, corrupción, caos de seguridad, tensiones sectarias que explotar, fronteras porosas, riqueza de recursos para expoliar.
En Siria, que el mes pasado cumplió diez años en guerra, la situación sigue inestable, aunque el Gobierno, aliado con Rusia e Irán, haya recuperado la mayor parte del territorio.
La guerra siria exacerbó la rivalidad entre chiitas y sunnitas que ya había agravado el derrocamiento por EEUU del Gobierno sunnita iraquí de Saddam Hussein y su reemplazo por otro chiita en 2003, que alteró el equilibrio estratégico de la región.
El Gobierno chiita alawita sirio sumó a su bando al grupo islamista chiita libanés Hezbollah y a decenas de milicias islamistas chiitas sirias e iraquíes.
En el otro bando, EE.UU. terminó apoyando en Siria -como la OTAN en Libia- a rebeldes islamistas sunnitas, aliándose a la misma ideología que se suponía iba a eliminar su «guerra al terrorismo» y cerrando el círculo iniciado por la CIA y Arabia Saudita cuando financiaron a Ben Laden en 1980 para combatir a los soviéticos en Afganistán.