Opinión especializada
Por Damián Umansky – Periodista especializado en internacionales
Promediaba la tarde de aquel 5 de noviembre de 2005 en Mar del Plata cuando el ruido de las hélices de un imponente helicóptero rompió con la calma vespertina de la ciudad balnearia. Eran tiempos sin redes sociales. La información corría a través del boca a boca y afirmaba que el entonces presidente estadounidense, George W. Bush, se dirigía en ese vuelo al aeropuerto municipal para subir al Air Force One que lo trasladaría nuevamente a su país.
Así fue entonces como de manera intempestiva, Bush abandonó la IV Cumbre de las Américas que tuvo sede en “la feliz”, luego de la negativa de un conjunto mayoritario de países de la región a incluir en el documento final la constitución del ALCA, un proyecto de acuerdo de libre comercio desde Alaska a la Argentina, impulsado por los Estados Unidos. Esta fue la única iniciativa tratada de manera directa por los 34 presidentes que formaron parte del evento.
Néstor Kirchner, Lula Da Silva y Hugo Chávez fueron los promotores del rechazo propuesto por la Casa Blanca. En dicha oportunidad, los representantes de los países del Mercosur y Venezuela, que aún no era miembro pleno del bloque, dieron un paso fundamental para la consolidación de otros organismos regionales como la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur), que quedó conformada en 2007. Paralelamente a las deliberaciones formales, se desarrollaba la “Contracumbre” o “Cumbre de los Pueblos”, en la que el expresidente venezolano inmortalizó la arenga “ALCA, ALCA, Al Carajo…”
Aquellos vínculos que supieron forjar éstos líderes, y que promovieron un acercamiento hasta entonces inédito en la región, impidieron una reacción acorde en materia de política exterior cuando el mundo tomó conocimiento de los rasgos autoritarios del gobierno chavista de Venezuela, agravados a partir de la gestión de su sucesor, Nicolás Maduro, sindicado como responsable de violaciones a los Derechos Humanos perpetrados en el mencionado país.
Bachelet, la ONU y la posición Argentina
Esta semana la cancillería argentina decidió apoyar el informe del Alto Comisionado de la Organización de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, cuya titular es la expresidenta de Chile, la socialista Michelle Bachelet, que puso el foco en Venezuela. «Mi oficina registró 711 muertes de junio a agosto, llegando a más de 2000 muertes desde enero de 2020», informó Bachelet. La Alta Comisionada recomendó por segunda vez al régimen de Nicolás Maduro la eliminación del cuerpo policial Fuerza de Acciones Especiales (Faes) debido al incremento de las ejecuciones extrajudiciales.
Estas conclusiones, son coincidentes con la de otros organismos internacionales como Human Rights Watch, Amnesty International, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Sin embargo, la posición argentina causó un enorme revuelo en la política doméstica y claras disidencias en las entrañas de la coalición gobernante.
Más allá de la discordia, escenificada a partir de la lógica binaria con la cual se debate la mayoría de los temas en nuestro país, es preciso citar que la postura del gobierno nacional es acorde a su tradición diplomática de “defensa, protección y promoción de los DD.HH.”, al tiempo que condena “el bloqueo económico que afecta al pueblo venezolano”. En tanto, “se opone a cualquier intervención de carácter militar”. Estas afirmaciones están plasmadas en el documento divulgado por Cancillería.
La política exterior se define como el conjunto de decisiones públicas que toma un Estado en función de los intereses nacionales y en relación con los demás actores del sistema internacional un país. Un punto destacable de las naciones a las que le va bien, es el del sostenimiento en el tiempo de sus ejes estratégicos en materia internacional, independientemente de quién gobierne.
Si la Argentina tiene pretensiones de ser confiable ante el mundo, no se puede dar el lujo de exhibir las contradicciones y ambigüedades que mostró esta semana. Si una diplomática decide renunciar a su cargo por “no estar de acuerdo con la política exterior”, significa, mínimamente, que el gobierno no tiene un norte claro y definido en los asuntos internacionales.
Al igual que ocurre en otros aspectos del ámbito doméstico, la tensión entre las pasiones y el pragmatismo, conspiran contra la estabilidad de un país inmaduro.