Por Fernanda Vallejos (*)
En una nota muy comentada a nivel mundial, la publicación británica The Economist advirtió sobre la “catástrofe alimentaria” que amenaza a la humanidad. En ella, se destacan las declaraciones del secretario general de la ONU, António Guterres, en las que subraya que se encienden luces de alerta en torno de una «una escasez mundial de alimentos que podría durar años».
En el mismo sentido, remarca que la descontrolada carrera de los precios aumentó, en el mundo, el número de personas que sufren inseguridad alimentaria de 440 millones a 1.600 millones, mientras que casi 250 millones se encuentran “al borde de la hambruna”.
El mundo está asistiendo a un fenomenal shock de inflación internacional. En nuestro país ese impacto es capturado, por ejemplo, en la evolución del índice de precios de las materias primas (IPMP) que elabora el Banco Central. A los efectos de esta nota nos vamos a detener en el subíndice de precios agropecuarios porque nos interesa, en particular, lo que está ocurriendo con el precio de los alimentos y, en consecuencia, con la crisis de ingresos que afecta al conjunto mayoritario de las familias que dependemos de ingresos salariales en pesos para vivir.
Una mirada sobre la evolución del índice en los últimos años nos permite tener una perspectiva de la envergadura del fenómeno actual. Los precios de las materias primas agropecuarias que la Argentina exporta crecieron entre el 9 de diciembre de 2015 y el 31 de diciembre de 2019 un 13,2 por ciento. Se mantuvieron, luego del último recambio presidencial, casi sin alteraciones hasta fines de septiembre de 2020, cuando comenzó el proceso alcista que sigue hasta nuestros días.
Entre octubre y diciembre de 2020, los precios de las materias primas agropecuarias escalaron 27,6 por ciento. La carrera ascendente, marcada por la recuperación global en la salida de la pandemia, continuó durante todo 2021, alcanzado un incremento de 17 por ciento. Desde entonces y hasta el 20 de mayo de 2022, receptando el impacto del conflicto geopolítico entre la OTAN y la Federación de Rusia que tiene a Ucrania como escenario bélico, el aumento de los precios de las materias primas del agro es de un impactante 21,5 por ciento. Si consideramos la evolución de estos precios entre octubre de 2020 y el 20 de mayo de este año, el incremento resulta de 81,4 por ciento.
La misma tendencia puede constatarse si ponemos la lupa en los principales productos exportables de nuestro país que, como se sabe, son de la misma naturaleza de los que constituyen la base de la canasta de consumo interno: alimentos o insumos para la industria que los procesa. La tonelada de maíz, por ejemplo, cotizaba en la pizarra de Rosario a US$ 153,83 el 10 de diciembre de 2015 y US$ 136,55 el 27 de diciembre de 2019; para el 1 de octubre de 2020 ya empezaba a escalar, alcanzado los US$ 169,84, para llegar a US$ 202,02 el 30 de diciembre de ese año, US$ 222,94 un año más tarde y US$ 269,56 el 19 de mayo de este año (75,23% más, en dólares, que el 10 de diciembre de 2015).
En el mismo período, la tonelada de trigo que se ubicaba en US$ 130,93 el 30 de diciembre de 2015 y US$ 169,31 el 27 de diciembre de 2019, empezaba a trepar desde US$ 199,64 el 5 de octubre de 2020 hasta US$ 225,79 el 30 de diciembre de ese año, para llegar a US$ 237,54 un año después y US$ 379,37 el 19 de mayo de este año (189,75% más, en dólares, que el 30 de diciembre de 2015).
Sin embargo, es necesario incorporar algunos elementos más al análisis para poder entender qué está pasando con los precios domésticos y la inflación en nuestro país. Uno, sumamente relevante, es la evolución del tipo de cambio nominal, ya que los precios domésticos de los bienes transables (exportables e importados) están determinados por el precio internacional de esos bienes, traducido a pesos por el tipo de cambio nominal (oficial).
Es decir que el precio de la tonelada de maíz era $1.499,84 el 10 de diciembre de 2015 ($9,75 por dólar); $8.169,78 el 27 de diciembre de 2019 ($59,83 por dólar) y $31.899,73 el 19 de mayo de este año ($118,34 por dólar). O sea que en Argentina el precio de la tonelada de maíz aumentó 444,71% durante el gobierno de Mauricio Macri y 290,46% en lo que va del gobierno de Alberto Fernández.
En el caso del trigo, el precio de la tonelada en nuestro país era de $1.276,56 el 10 de diciembre de 2015; $10.129,81 el 27 de diciembre de 2019 y $44.894,64 el 19 de mayo de 2022. De manera que el incremento fue de 704,56% durante el gobierno de Macri y 343,19% en 29 meses de la gestión de Fernández.
Si no existe una intervención decidida de política económica, que desacople la dinámica de los precios internacionales de los domésticos, la ciudadanía queda a merced de la coyuntura internacional o peor que eso si la política cambiaria potencia esa dinámica devaluando el tipo de cambio nominal, lo que eleva por doble vía la inflación doméstica.
Sin embargo, la política de derechos aduaneros (de exportación) fue a contramano de lo que exigiría un programa anti-inflacionario. Paradójicamente, la alícuota de los derechos de exportación sobre el maíz, que era de 20% en 2015, fue llevada a cero por ciento (0%) por Macri y elevada a 12% en 2018. De modo que en diciembre de 2019 era 8 puntos menor que en 2015, a pesar de que el maíz era 444,71% más caro.
En lo que va del gobierno del presidente Fernández, esa alícuota, reducida durante el gobierno anterior, no fue modificada, a pesar de que el maíz, como vimos, es ahora 290,46% más caro que cuando Macri dejó la Casa Rosada. Un proceso semejante ocurrió en el caso del trigo: mientras la alícuota era de 23% en diciembre de 2015, la misma fue primero llevada a 0% para subirla al 12% en 2018, por lo que cuando Macri terminó su mandato el trigo se había encarecido en 704,56%, pero la alícuota de los derechos de exportación era prácticamente la mitad de la de 2015. En lo que va del actual gobierno, mientras el trigo es 343,19% más caro, tampoco hubo modificaciones en la alícuota.
Es claro que está fuera del alcance de cualquier gobierno controlar los precios internacionales. Sin embargo, el gobierno sí domina la política cambiaria que decide implementar (sobre todo cuando el saldo del comercio exterior es favorable para el país permitiéndole disponer de las divisas necesarias), así como las atribuciones en materia de derechos de exportación que el código aduanero vigente (ley 22.415) le confiere al Poder Ejecutivo (artículo 755), tal como se lee en los fundamentos de los decretos que el presidente Fernández firmó en diciembre de 2019 (37/2019) o más recientemente en marzo de este año (decreto 131/2022), así como en cualquier antecedente de presidencias anteriores que se quiera buscar.
En efecto, la ley es muy precisa en cuanto a las finalidades que el Poder Ejecutivo debe perseguir en uso de las facultades que le otorga, entre las que, para el caso, resulta relevante la indicada en el inciso d) del apartado 2: “Estabilizar los precios internos a niveles convenientes o mantener un volumen de ofertas adecuado a las necesidades de abastecimiento del mercado interno”.
En este sentido, habiendo transcurrido 20 meses de asistir a un proceso de alza constante de los precios internacionales resulta difícil justificar la falta de un esquema adecuado de derechos de exportación que minimice el impacto de la inflación internacional asegurando el acceso a los alimentos a las familias argentinas.
Igualmente, resulta insostenible el programa impuesto por el FMI que incluye una regla cambiaria peligrosamente inflacionaria que exige mantener un cierto nivel de tipo de cambio real, lo que equivale a devaluar el tipo de cambio nominal de manera permanente y cada vez más aceleradamente en un contexto de elevada inflación (58% anual en abril) con el agravante de que, paradójicamente, el tipo de cambio real cae persistentemente.
Esta política resulta, por lo demás, incompatible con el objetivo declarado de crecimiento de los ingresos reales: la relación entre tipo de cambio y salarios es probadamente inversa. Seguir los lineamientos del FMI -para variar- resulta nocivo por donde se lo mire: el organismo publicó un documento el 26 de abril donde recomendó a los gobiernos latinoamericanos “dejar que los precios internos se ajusten en función de los precios internacionales”.
La sociedad argentina está sufriendo un dramático déficit de ingresos. Los números son elocuentes: en diciembre de 2015, para consumir 6 kilogramos de asado (recordemos que el maíz es uno de los principales insumos de engorde del ganado y, por ende, determinante de los costos de producción de la carne bovina) y 10 kilos de pan, un argentino necesitaba destinar el 13,36% del ingreso promedio (per cápita familiar); para fines de 2019 necesitaba destinar el 17% y en abril de 2022, el 28% (esto, considerando el ingreso al IV trimestre de 2021, último dato publicado).
Es decir, nuestros salarios alcanzan para comprar cada vez menos alimentos. En términos distributivos, el retroceso es notable: considerando la relación entre la masa salarial en términos reales respecto de la evolución del PIB, la participación de los salarios cayó casi 20% entre 2021 y 2015, y se redujo un 3,6% adicional en los tres primeros meses de este año respecto del promedio de 2021.
Las conclusiones se desprenden del análisis: evitar una crisis alimentaria en un país productor de alimentos, frente a circunstancias externas excepcionales que se prolongarán en el tiempo, exige recomponer los ingresos de los argentinos, no sólo mediante mejoras nominales sino, además, poniendo freno al incremento de los precios domésticos, impulsados por la inflación internacional y la devaluación del tipo de cambio nominal.
Sé que hay sectores a los que no les va a gustar, pero la prescripción es clara y las circunstancias no admiten más demoras: hay que subir las alícuotas de los derechos de exportación y dejar de devaluar.
(*) – Fernanda Vallejos es economista jefa de Proyecto Económico, ex diputada nacional por Unidad Ciudadana, coordinadora de Finanzas de la agrupación Soberanxs).