Por Mariángeles Castro Sánchez, familióloga, especialista en educación, directora de estudios del Instituto de Ciencias para la Familia de la Universidad Austral.
Cada 16 de noviembre se conmemora el Día Internacional para la Tolerancia establecido por Naciones Unidas. Dos acepciones de la palabra tolerancia habitan el imaginario colectivo. La primera está asociada al respeto: un respeto activo que avanza hacia la aceptación y el aprecio de la diversidad y el reconocimiento de los derechos humanos universales. La tolerancia emparentada con el respeto se torna así una responsabilidad y nos interpela en el orden de las prácticas sociales. En una segunda línea interpretativa, la tolerancia aparece ligada a la resistencia. Si bien resistir es signo de fortaleza, no salimos de nosotros mismos cuando resistimos; más bien nos replegamos para soportar el ataque externo o la explosión interna.
Tolerancia de la buena es la del primer tipo. Tanto es así que la ONU la define como la virtud que hace posible la paz. Porque supone montar un piso de acuerdo por encima de las diferencias. Sabemos que las virtudes son valores vividos a partir de capacidades que se educan. De ahí que una de las recomendaciones que la organización realiza es la de educar para la tolerancia, toda vez que la ignorancia socava su ejercicio, alimentando miedos y prejuicios. Educar desde la niñez en un paradigma de respeto y empatía, con vistas a prevenir y desarmar conflictos y hallar coincidencias que abran paso a la experiencia de lo común, es la vía que los expertos señalan.
Surgen en este punto dos reflexiones: sobre el problema de educar y sobre la acción educativa en tiempos de polarización. Si la educación fuera mera transmisión, bastaría con colocarnos un chip y la cuestión estaría resuelta. Pero está claro que es más que acumular datos fácticos: es formar en hábitos positivos, promoviendo el despliegue armónico de cada persona en su individualidad y en diálogo con los demás, en su ser social. Esto se concreta, en todos los casos, de la mano de un otro con quien trabamos un vínculo educativo en un contexto que habilita que el proceso adquiera sentido. Aquí se agiganta la misión educativa de madres y padres en el seno familiar, como también la docencia en los distintos niveles del sistema.
Gran parte de la ciudadanía queda hoy entrampada en movimientos de radicalización en torno a discusiones políticas y éticas, que se expanden hasta el paroxismo en las plataformas sociodigitales y estructuran el debate público. Las sociedades están agrietadas, divididas entre posiciones extremistas, entre fanatismos que tienen mucho de apelación emocional. Binarismos en los que la riqueza de los matices se pierde y se recortan brutalmente los contrastes. Conversaciones endogámicas que fijan sesgos y estereotipos. El fenómeno de los haters es muestra de esta exacerbación que viraliza relatos de odio y favorece interacciones que escalan en discursos irracionales y violentos. Verdaderas cruzadas virtuales que buscan aniquilar todo aquello que se sitúa en la vereda de enfrente.
Lejos de esta lógica, la tolerancia celebra la libertad de pensamiento y asociación, y tiende puentes de encuentro. Respeta la visión de los demás desde una apertura empática. Valora sus características porque comprende que solo la diversidad garantiza que cada uno pueda obrar según sus convicciones profundas, sin imposiciones ni intimaciones de ninguna índole, sin mandatos ideológicos absolutistas que atenten contra sus derechos fundamentales. Vale, en este día, revisar qué nos pasa y detenernos en esta virtud necesaria para la construcción de una cultura de paz.