La mayor parte de su modelo económico y político dependerá de que el Congreso apruebe las principales leyes y reformas de Biden y no se las deforme hasta quitarles todo su contenido
Sorpresas y comparaciones impensadas generó esta semana en Argentina el modelo económico propuesto por el presidente de Estados Unidos, Joe Biden, para salir de la crisis provocada por la pandemia, un proyecto que deja de lado mucho del dogma liberal con el que ese país evangelizó alrededor del mundo y recupera convicciones que lo convirtieron en una superpotencia después de la Segunda Guerra Mundial.
La sorpresa no es monopolio de una parte de la dirigencia argentina ni supone un desconocimiento total sobre la figura de Biden. En Estados Unidos, el ala más progresista del Partido Demócrata estaba lista para dar batalla al nuevo presidente cuando fue electo. Hicieron públicas promesas de mantenerse firmes en sus propuestas y reclamos, pero hoy celebran cada uno de sus grandes anuncios.
Durante décadas en el Congreso Biden fue sinónimo de moderación -conservadurismo para algunos- y un referente de los grandes consensos bipartidistas, lo que en materia económica desde hace entre 30 y 40 años significa la defensa -a veces más para afuera que puertas adentro- de una política fiscal estricta, un sistema impositivo laxo y regresivo para las grandes fortunas y el mundo financiero, y la convicción que el crecimiento económico lo impulsan los individuos, no el Estado.
Por eso, hasta economistas heterodoxos reconocen que una vez en la Casa Blanca Biden tomó un camino inesperado, superando los errores y objetivos limitados de su antiguo jefe y el último presidente estadounidense que generó una ilusión de cambio real con su victoria electoral, Barack Obama.
No hay duda de que, como le pasó a Obama, la mayor parte de su modelo económico y político dependerá de que el Congreso apruebe las principales leyes y reformas de Biden y no se las deforme hasta quitarles todo su contenido, como le pasó al exmandatario con su intento de regular el sistema financiero o, parcialmente, con su reforma de salud.
Por ahora, las mayorías oficialistas en ambas cámaras del Congreso se mantuvieron unidas y consiguió aprobar el mayor paquete estímulo de la historia moderna del país, valuado en 1,9 billones de dólares -el equivalente al PBI de Italia en 2020- y los pronósticos son optimistas para su ambicioso proyecto de ley para ampliar y modernizar la infraestructura nacional, que costaría unos 2,3 billones de dólares.
También lanzó un plan nacional millonario para crear trabajos y otro para ayudar las familias estadounidenses, con especial atención en expandir los años de educación estatal y gratuita y el cuidado de la primera infancia; criticó la teoría económica del derrame y propuso financiar esta masiva inversión pública con un aumento del impuesto a las empresas del 21% actual al 25 o 28%, e impulsando a nivel internacional un «impuesto mínimo global» para las transnacionales, para evitar que encuentren refugio impositivo en «guaridas fiscales».
Las críticas por el aumento gigante del gasto, por un lado, y las comparaciones con otros presidentes que marcaron la historia moderna de Estados Unidos, por otro, no tardaron en surgir.
Algunos elevaron a Biden al nivel del padre del New Deal y del mayor experimento keynesiano que vivió el país, Franklin Delano Roosevelt, otros afirmaron que intenta lograr lo que Obama no pudo y pidieron volver a frenarlo.
En realidad, al menos en sus propuestas, Biden parece haberse inspirado en parte en los dos e incluso en otros antecesores de la posguerra como el republicano Dwight Eisenhower.
De Roosevelt recuperó la centralidad del Estado y de la creación de empleo, aunque en su caso no se trata solamente de empleo público, pero sí de una inyección masiva de dinero y múltiples incentivos para incentivar la creación de trabajo en el sector privado.
De Obama, la necesidad de saldar viejas deudas sociales y económicas, reconociendo la creciente desigualdad y su evidente correlación con las minorías más discriminadas. La herramienta: más salud, más educación y una mejor distribución de los recursos y los incentivos estatales.
De los presidentes que alimentaron el Estado de bienestar en la posguerra, entre ellos un republicano como Eisenhower, la enseñanza que hasta el día de hoy muchos economistas no ortodoxos recuerdan del New Deal de Roosevelt y que otro republicano, Ronald Reagan, eliminó de un plumazo de la historia reciente del país: priorizar un Estado fuerte por sobre un política fiscal estricta y el reclamo constante de bajar los impuestos.
En su Gobierno, el republicano Eisenhower elevó hasta el 91% el impuesto a las grandes fortunas estadounidenses -recién Reagan lo bajó a 28% y con Donald Trump llegó a 21%-, pero les dio una alternativa: si querían exenciones, podían invertir en infraestructura, contratar más gente y donar a organizaciones caritativas en el país.
Allá por 2008, cuando la campaña de Obama era toda esperanza y millones de jóvenes y no tan jóvenes se emocionaban con la promesa de «Sí se puede», el premio Nóbel de Economía, Paul Krugman, escribió una columna titulada «¿Franklin Delano Obama?» que hoy puede servir para entender el giro que tanto sorprendió de Biden.
«La política expansiva a escala federal (del New Deal) se vio limitada por los recortes en el gasto y las subidas de impuestos estatales y locales. Roosevelt no sólo era reacio a aplicar toda la expansión fiscal que fuera posible, sino que estaba deseando volver a unos presupuestos conservadores. Ese deseo estuvo a punto de destruir su legado», recordó Krugman y luego recomendó al entonces joven Obama en medio de la crisis financiera de 2008:
«Roosevelt pensaba que estaba siendo prudente al reprimir sus planes de gasto público; en realidad, estaba corriendo grandes riesgos con la economía y su legado. Mi consejo para la gente de Obama es que calculen la ayuda que creen necesaria y luego le añadan un 50%. Con una economía en crisis, es mucho mejor pecar de un exceso de estímulo económico que quedarse corto», afirmó.