Por Candi
El sol se apoderó de todo, y una brisa que sopla fuerte, pero que no llega a ser viento, los ha invitado a volar. Y ellas han aceptado el pedido de la naturaleza, son esas criaturas maravillosas que habitan en lo alto: águilas y cóndores. Y allí están reunidos todos, cielo, montañas, viento, águilas, cóndores y ese silencio profundo, pura melodía que le habla al alma humana, que le envía señales que algunos hombres perciben y comprenden y otros ni siquiera advierten.
En mi caminata por entre las cumbres, he advertido un águila posada y reposando. He querido llevármela conmigo; por eso le he tomado unas fotografías desde lejos, desde muy lejos, con la ayuda de una lente de focal larga. Como no soy fotógrafo y mucho menos profesional, la imagen adolece de defectos, pero a mí me basta para mirarla de vez en cuando y compartirla con mis lectores.
La criatura me mira, y sé que a pesar de los 400 metros que nos separan, ella me ve perfectamente, con todos los detalles. Mi lente, aunque potente, ni por asomo puede compararse con la perfección y agudeza de su vista. Como si adivinara mis deseos, a los pocos segundos de dos tomas que he realizado, se lanzó a volar ¡Qué majestuosidad, cuánta belleza! Como he podido, he oprimido el botón obturador de mi cámara y registré algunas fotografías de su vuelo. Y mientras miro por el visor de mi cámara, advierto que se le acerca un cóndor. No hay tarjeta, dinero, oro, que pueda pagar este momento. Parafraseo a un sabio chino: ¡Han volado para mí un águila y un cóndor, dos criaturas de Dios, ¡Ah, no es esto felicidad!?
Suave, cadenciosamente, las dos criaturas vuelan en círculos y le obsequian al cielo, a las montañas y a mi vista, una coreografía perfecta, una depurada poesía hecha de vuelo. El silencio, apenas quebrado por la brisa que pasa entre las rocas y la vegetación de altura, ahora me habla. Dejo mi mirada que se pierda entre los cóndores, que a los lejos también danzan en el cielo, e imagino que ellos sienten que sus danzas no serán para siempre, que, excepto las montañas y el cielo, ellos pasarán como la brisa. Como pasaré yo, y pasaremos todos.
A diferencia de los que nos sucede a nosotros, bestias de la raza humana, mis hermanos animales no andan despilfarrando vida en asuntos vanos, frívolos; no destruyen el planeta, ni comprometen, con sus acciones, el futuro de sus polluelos. De pronto, mientras reflexiono, pienso que entre esa águila y ese cóndor que siguen volando en las alturas, no hay competencia, ni envidia.
A lo lejos, advierto que seis, siete, diez o más cóndores se han reunido en el cielo. «Debe haber un animal muerto por allí» -escucho que dice un baquiano de las montañas- por eso se han juntado». No los veo picotearse por el alimento, ni que el adulto, con sus reales plumas blancas y su collar níveo de rey del cielo, ataque a los más jóvenes de plumas pardas. Más abajo, mucho más abajo, en la urbe, el rey de la ciudad suele no respetar nada: ni a los animales, ni a su prójimo; y en una voracidad de la que no es capaz el tiburón, mata sueños, esperanzas, vida digna de los buenos e inocentes, todo con tal de satisfacer sus intereses, las más de las veces tan inútiles, tan huecos que ni la más ínfima parte de uno de ellos podrá llevárselos al otro mundo.
De pronto, en mi observación, advierto que un magnífico avión surca el cielo. Vuela más alto que los cóndores ¿Adónde irán esos hombres, me pregunto? ¿Qué sueños llevarán consigo? ¿Qué planes para el bien o para el mal tendrán sus corazones? Miro los cóndores, el águila y el avión y me acuerdo de lo que dijo un hombre bueno, Martin Luther King: «hemos aprendido a volar como las aves, a nadar como los peces, pero no hemos aprendido el simple arte de vivir como hermanos» ¡Qué lástima!
Sí, que lástima que no hayamos aprendido a vivir como hermanos, a respetar el primer gran mandamiento: “amarás a tu prójimo como a ti mismo”. No hay ecuación económica, ni principio político, ni filosofía, ni nada que pueda dar resultado sin este primer cimiento al que muchos de nosotros, algunas bestias de la raza humana, hemos dado la espalda, porque a menudo nos creemos dioses. Y así transitamos este mundo hipnotizados, embelesados por cuestiones efímeras, mientras nos perdemos la verdad y con ella la felicidad.
¡Danza y paz en el cielo y tanta tristeza en la Tierra!