Por Carlos Duclos
Como si la situación estuviera para tirar manteca al techo, una gran parte de los argentinos se dividen peligrosamente mientras entonan el himno a la insensatez, lanzándose insultos mordaces, improperios de mil clases; como si, cansados y aburridos de nadar en la abundancia y el gozo, no tuvieran más alternativa que pelearse para romper con el aburrimiento.
No son dirigentes políticos, no son funcionarios ni legisladores de uno y otro signo los que muestran tan disparatado comportamiento (al que tienen acostumbrada a la sociedad), sino ciudadanos comunes ¡Asombroso, pero triste!
Son algunos mismos ciudadanos que en las pequeñas cosas cotidianas se comportan tan mal como los dirigentes, pero a los que no les falta atrevimiento para tildar de corruptos y ladrones a muchos políticos como si ellos estuvieran libres de pecados ¿No es un corrupto el que estaciona el auto en doble fila, el que arroja basura a la vereda o la acera, el que se estaciona en la senda peatonal o quien va caminando por la vereda y le pega un codazo a una mujer sin que le importe un bledo la falta de cortesía? ¿No es un ladrón que le quita la tranquilidad al prójimo? Y estas son algunas de las pequeñas cosas que pueden mostrarse como ejemplo, hay muchas más.
Y por otro lado: ¿No es cómplice por omisión quien convalida malos comportamientos de la dirigencia? En Argentina, por tanto, hay cómplices funcionarios, cómplices jueces y cómplices ciudadanos comunes. De una u otra forma, hay un gran conglomerado humano que permite un estado de cosas que ha erigido una vida social angustiante.
Hay delincuencia, robos, muertes a granel, pero una gran parte de la sociedad parece aceptar tal situación como si fuera parte del acervo cultural. Ninguna protesta, ninguna reprobación para políticos permisivos, para jueces abolicionistas que con sus ideologías mal entendidas fomentan la impunidad.
No es de extrañar, al establishment le conviene este estado de situación, lo que llama la atención es la resignación social. Metafóricamente hablando, una situación como la que se vive en Argentina, en Francia hubiera acabado con políticos arrojados al Sena (se reitera, es una metáfora).
El problema argentino, contra lo que sostienen algunos desfachatados economistas y políticos de TV, que siempre expresan lo mismo y no cambian nada, no es económico, ni político, es de orden moral y cultural.
Escribo esta columna desde la ciudad de La Coruña, España, un país con tantos problemas como los que tiene el resto de Europa, pero que de ningún modo pueden compararse con los problemas graves argentinos. Y quizá la diferencia pueda encontrarse en las pequeñas cosas cotidianas, como esa de dos peatones quienes, en un lugar alejado del centro y casi desolado, y a pesar de no pasar ningún vehículo, esperan a que el semáforo peatonal les de paso para cruzar la calle.
Es una pena que un país inmensamente rico como Argentina, con tantos recursos, viva en la depreciación material y espiritual como en la que se encuentra. Es una pena por los ciudadanos buenos, honestos, trabajadores, sensibles, que están más allá del rencor y la grieta y que solo aspiran a vivir en paz, con dignidad y dejar a su descendencia esos valores que a algunos poco les importa.
(La foto de la portada es un taxista que cede paso a peatones cuando los ve en el borde de la senda peatonal. Obsérvese que el modelo el vehículo es de alta gama y un modelo último, como casi todos los taxímetros en Europa)