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Viajar y dar una mano: la historia de vida de un rosarino


Agustín Stojacovich tiene 25 años y desde hace un tiempo dedica su vida a viajar y a realizar voluntariados sociales por todo el mundo. Habló sobre sus travesías con CLG

Por Ariel Gómez 

Agustín Stojacovich es rosarino y tiene 25 años. Desde hace un tiempo dedica su vida a viajar y a realizar voluntariados sociales por el Argentina y el mundo. Estuvo cuatro veces en Formosa, como también en Santiago del Estero y con experiencias con ONGs y bibliotecas populares en Rosario y Funes, dando apoyo escolar pero también participando en proyectos radiales en contexto de encierro. Afirma que “no es pretensión de bondad, es convicción de que la realidad no es perfecta, es mejorable. Comprometer los esfuerzos y la vida nos puede llevar bien lejos”. En 2015, luego de recibirse de licenciado en Comunicación Social, partió rumbo a Angola, lugar en el que vivió dos años y que lo cambió para siempre. Ese viaje dio sus frutos con “Y vos, ¿qué te metés?», libro en el que relata esa experiencia africana.

En diálogo con CLG se define como “medio hippie, medio misionero. Una extraña combinación que desconoce de etiquetas. Si tuviera que elegir una sola diría que soy un animador, alguien que intenta contagiar alegría, entusiasmo, reflexión. No me considero ejemplo de nada. Simplemente busco e intento en cada lugar, en cada momento, florecer y ayudar a florecer”.

“Siempre me gustó salir a lo diferente, aventurarme a lo nuevo -sostiene Agustín-. Si a eso le sumo la firme convicción de la praxis social, me encuentro con el voluntariado. Y partiendo de una concepción religiosa –aunque no excluyente, ni invasiva-, el milagro del compartir y la vida comunitaria, todo eso me lleva a la misión. Sin misticismo, sin cosas raras: celebrar y hacer fiesta del día a día, hacernos “el aguante” cuando algo no va del todo bien».

—¿Con qué realidad te encontraste?

—África es puro mito. Se dicen muchas cosas, y no siempre verdaderas. Primero que nada: no es homogénea. Hay diversidad, sincretismo, abundancia de cosmovisiones, cruces de miradas y religiones, consumos culturales eclécticos; se sigue mirando mucho al blanco como el referente, a Occidente como lo normativo y el modelo a seguir. Cuando llegué a Luanda vi un interminable caserío de construcciones irregulares, calles inaccesibles, embotellamientos constantes, smog, basura en cada recoveco y en cada plaza. Si bien eso es cierto, uno luego va abriendo el panorama y alcanzando una perspectiva más amplia, sin dejar de quejarse de lo mejorable, pero atendiendo a las bondades del lugar, que son infinitas.

—¿Cómo era tu día a día?

— Yo viví junto a una comunidad salesiana (de la congregación de Don Bosco). Por la mañana, alrededor de las 6, la invitación era a rezar. Luego, un rápido desayuno antes de ir al colegio, cuya actividad comenzaba a las 7. Allí me quedaba hasta el mediodía dando clases, cubriendo profesores, animando recreos, practicando deporte. Tras el almuerzo, siempre surgía algo: llevar alguien al aeropuerto o a un equipo de la escuela a algún torneo, dar apoyo escolar, dar clases de español o inglés, gestionar lugares para que se lleven adelante clases de teatro, poesía, bailes, deportes. He llegado a llevar un féretro, desde la casa del difunto hasta el cementerio. Me tocó hacer de todo, y no por mis dotes, sino por la disponibilidad de estar al servicio, que es la regla de cualquier voluntariado.

—¿Cómo tomó tu familia que te vayas tanto tiempo a Angola?

—Desde un principio apoyó. Nunca puso peros. De haberlos, eso no me detendría en mis aspiraciones, pero ciertamente me debilitaría en el campo de lo posible. No es lo mismo que me hagan el aguante, a que no lo hagan. Comprendieron, desde temprano, que el amor –el verdadero, no ese lugar común al que tantas veces arribamos- es “empujar, tiernamente, a que el otro sea lo que quiera ser”. Y, sobre todo, que el amor si no libera, si no da alas, no merece llamarse así. Nos extrañamos, nos hacemos el aguante a la distancia; pero el saber que el otro está bien, aunque no esté acá, ya es motivo suficiente para compartirnos la oleada de alegría y felicidad. A ellos –a mi viejo, a mi hermano y a mi hermana, sumados a mi vieja, que nos mira desde otras coordenadas- les guardo una infinita gratitud.

—¿En algún momento tuviste ganas de volver a Argentina?

—Sinceramente, no. Al principio, costó mucho integrarme: el idioma, las costumbres, las formas de vincularse, la idiosincrasia. Todo me resultaba absolutamente extraño, diferente. Lo mismo que te convoca, que te llama la atención, es probablemente lo mismo que te puede llegar a desencantar. Los primeros tres meses fueron complejos. Era el precio a pagar por lo que vendría, que sencillamente resultó inolvidable. Fui con idea de permanecer en Angola durante un año; finalmente, me quedé casi dos. Siempre agradezco haber vuelto ese segundo año: con uno solo siento que no hubiera alcanzado. Me hubiera quedado en lo anecdótico, en lo superficial, en los envases. El segundo año, al menos en mi caso, permitió madurar procesos, y sacar todo el jugo posible a la experiencia.

—¿Cómo fue el irte después de tanto tiempo?

—Lloré. Se me partía el corazón. Experimenté esa “pequeña muerte”, de la que habla Galeano en el Libro de los abrazos. La última noche fui a saludar a unas monjitas, y una de ellas me acompañó hasta el auto. No conseguía hilvanar las palabras, la abrazaba y lloraba. Se terminaba la experiencia más transformadora de mi vida, porque ese pedazo de tierra era de lo más semejante al pedazo de cielo que me hubiera podido imaginar alguna vez. Iba a extrañar las decenas de niños y niñas en las calles, la multitud de ruidos, barullos y ritmos, de los que son capaces los lugareños. Pero sentía que tenía que volver para mis pagos.

La experiencia, en palabras

A su vuelta, Agustín sintió la necesidad de volcar en el papel sus sensaciones en el continente africano. De compartir. Llevar su experiencia a un libro. «Y vos, ¿qué te metés?», es el relato de sus vivencias en tierras angoleñas. “Lo que no transmitimos, nos lo llevamos y hasta lo dejamos morir. Siempre me encantó escribir, y encontré en este puñado de vivencias la excusa perfecta para largarme al desafío de dejar algo más armado”. Pero también considera que es una manera que “Angola siga viva en mi historia. Pero, sobre todo, es una invitación abierta a contagiarnos el entusiasmo, el aliento, las ganas de dar una mano. No hace falta ir a África: cada quien lo hace desde donde quiera, como pueda, con los recursos de lo que disponga. Sin tiempo y sin cuerpo, es imposible. Querer transformar algo desde afuera, sin comprometer algo de tu vida, es peor que no hacer nada. En esa idea-fuerza giran los relatos: meterse, ser parte, no invadir, no etiquetar, no mirar desde lejos ni a la distancia. Estar, acompañar, escuchar, disfrutar, sufrir, brindarse, poner el cuerpo. En eso se fueron los días, y en eso, a su vez, se juegan las páginas del libro”.

Tras esa experiencia, Stojacovich volvió a Argentina, pero no frenó su recorrido de viajero. “Estuve cuarenta días en Perú, de los cuales 25 fueron en la Amazonía, región de Loreto, en el famoso leprosario visitado por el Che Guevara en su viaje revelador, en el marco de una misión junto a los Franciscanos; y también por Chile, Colombia, Cuba, El Salvador y el Caribe mexicano, leyendo y escribiendo demasiado”.

—¿Cómo sigue tu vida después de una experiencia?

—Me encuentro en un nuevo voluntariado, en Ciudad Juárez, en la frontera entre México y Estados Unidos. Ciudad estigmatizada –a veces con justas razones, a veces no- por el altísimo índice de feminicidios, tráfico de drogas y armas, pero, sobre todo de personas. Mi actividad gira en torno a acompañar experiencias educativas no formales, en sectores fuertemente atravesados por la vulnerabilidad social y la exclusión. Junto a una nutrida comunidad de voluntarios y sacerdotes, acompañamos tres grandes obras culturales-sociales-deportivas-religiosas (llamadas “oratorios”), donde, a partir de reconocer en las infancias y las culturas juveniles sujetos de derecho, se brindan múltiples actividades: lúdicas, formativas, asociativas, deportivas. Hasta aquí, lo más llamativo son las salidas nocturnas a colonias periféricas (lo que conocemos como barrios en Argentina), para llevar juegos y animación a niños y niñas de allí, y visitas semanales a un centro de reinserción social, donde viven menores en conflicto con la ley.