No tienen contagios desde mayo, pero pese a la semblanza de normalidad, las cicatrices que ha dejado la pandemia siguen ahí. Y, como todas las heridas recientes, cuando se tocan, duelen.
Las caras de los difuntos, grabadas en gris, miran tranquilas desde sus lápidas negras, tan nuevas que aún relucen. Ante algunas hay bastoncillos de incienso quemados, indicios de una visita reciente. En otras, una piedrecita sujeta fajos de billetes de pega para que, según la tradición china, el muerto pueda usarlos en el otro mundo. Varias muestran una foto a color, sujeta aún con cinta adhesiva. En esta ladera del cementerio de la colina de Biandanshan, el mayor de Wuhan, la gran mayoría de los enterrados murió en los mismos meses: enero, febrero y marzo de este año, el pico de la pandemia ahí. Muchos fallecieron con sesentena, cincuentena o incluso más jóvenes. La Covid-19 no se menciona en sus epitafios. Tampoco hace falta para saber qué es lo que se llevó a muchos de ellos.
A los pies de la colina, más allá del silencio solo roto por el canto de los pájaros, el ajetreo de una ciudad industrial de 11 millones de habitantes, puerto fluvial, nudo de transportes y sede tecnológica. Cuando se cumple un año de que los primeros casos empezaran a llegar a los hospitales, el coronavirus parece ya solo un mal sueño en el foco original de la pandemia, donde se contagiaron más de 50.000 personas y murieron 3869. El confinamiento que encerró a sus residentes durante 76 días, hasta que se levantó el 8 de abril, ha quedado muy atrás. «Wuhan es ahora la ciudad más segura del mundo» es la jaculatoria en boca de sus habitantes, repetida una y otra vez con la fe del recién converso.
Sus museos y lugares turísticos siempre tienen público, en gran parte gracias a una política de entradas gratuitas -previa reserva, para evitar aglomeraciones- que aplica el Gobierno municipal para alentar las visitas. Los atascos han vuelto a sus carreteras y la estación central de tren, vacía hasta abril, bulle de viajeros. Relucen las tiendas en áreas comerciales como la calle Han. Restaurantes y bares, sin limitaciones de aforo ninguno, están abarrotados. «Al principio costó, la gente no se atrevía a compartir espacios. Pero en poco tiempo empezamos a llenar aforo casi todos los días. Había muchas ganas de salir, de estar fuera, de sentir que estamos vivos», explica Han Sunlin, propietaria de un restaurante en la zona de Lihuangpi, un pintoresco barrio de edificios de estilo colonial en la antigua concesión de Hankou, a la vera del río Yangtzé.
Pocas calles más allá, el club 404 ofrece música en directo -rap, hip-hop, techno, house- cuatro veces por semana. Desde que reabrió en junio se llena en cada actuación, algo que no conseguía antes de la pandemia. «Nos merecemos divertirnos. Después de estar encerrados tanto tiempo la gente necesita liberar sus emociones», justifica su DJ, Daxiang («Elefante»), un gigantón de 26 años de casi dos metros, melena rizada y grandes tatuajes que durante el confinamiento sirvió como voluntario para repartir alimentos entre exconvictos. El ansia de divertirse se complementa con las ganas de olvidar: «No queremos pensar en todo lo que hemos pasado. Estamos orgullosos de cómo respondimos y conseguimos derrotar el virus. Pero fue el peor momento de nuestras vidas, deseamos pasar página», apunta Anna, una antigua profesora de inglés que durante la crisis ayudó a coordinar el reparto de ayuda llegada de Japón.
La ciudad no registra un caso de covid desde mayo, cuando sometió a toda su población a pruebas de coronavirus que dieron negativo. Las vallas azules y amarillas que durante meses atraparon a los vecinos en sus bloques han desaparecido. Aunque muchos llevan aún mascarilla por precaución, ha dejado de ser obligatoria. El escaneo de las aplicaciones de rastreo es casi anecdótico; los controles de temperatura son mucho menos frecuentes que hace unos meses.
«Antes nuestros chicos tenían que traer un formulario con sus datos de salud, pero hace tiempo que ya no se pide. Solo si tienen que viajar para competiciones se les hacen pruebas PCR, y si estuvieran mucho tiempo fuera a la vuelta también, pero es prácticamente lo único», explica Sergio Ledesma, coordinador del programa deportivo del club de fútbol Wuhan Tres Ciudades, en el que participan 19 entrenadores españoles.
Pese a la semblanza de normalidad, y los mensajes optimistas, las cicatrices que ha dejado la pandemia siguen ahí, como las lápidas en Biandanshan. Y, como todas las heridas recientes, cuando se tocan, duelen.
Algunas son económicas. Quienes las padecen son, sobre todo, los más desfavorecidos. Los migrantes llegados de zonas rurales. Los que no tenían un colchón de ahorros que paliara la inactividad de la pandemia. La reapertura no llegó a tiempo para muchos restaurantes y pequeños comercios, cáscaras vacías y candadas en cuyo interior se acumula el polvo.
Pero, sobre todo, están las cicatrices que no se ven. Qin Yu, organizadora logística, se queja de dolores de estómago e insomnio que atribuye al estrés de aquellos meses. Algunos temen una segunda ola con el invierno que empieza. Antiguos pacientes hablan de secuelas, de mayor fatiga, dificultades para moverse y respirar.
La señora Li, de 77 años, no se atreve a salir mucho a la calle desde que le dieron de alta un par de semanas antes de la reapertura de Wuhan. Se cansa con facilidad y ha dejado de cocinar para todos en casa, un trabajo en el que le han sustituido sus hijos. Ya no va tampoco, como antes, al mercado diariamente a comprar comida; prefiere recurrir a Internet. No solo es el cansancio; es también el temor a contagiarse en las aglomeraciones, aunque oficialmente no haya habido nuevos casos en meses.
Por Macarena Vidal para El País