Por Isabelino Siede, Lic. en Ciencias de la Educación (UBA), Profesor para la Enseñanza Primaria y doctorando de la Facultad de Filosofía y Letras (UBA). Se desempeña como profesor de Didáctica de las Ciencias Sociales en la Universidad Nacional de La Plata
El inicio del ciclo lectivo invita a preguntarnos por el valor que adquiere la escuela en el actual contexto. En estos dos años, la pandemia y las políticas desplegadas para enfrentarla han trastocado los parámetros habituales de la vida social y, mientras su final apenas se vislumbra, sus efectos resultan insondables. La situación de excepción nos empujó a escarbar nuevamente en el sentido de la actividad escolar. Cabe preguntarse si podremos delinear una nueva propuesta formativa o si simplemente tratamos de volver a la vieja normalidad perdida a comienzos de 2020.
Hemos aprendido que la escuela no cabe en las pantallas. Hubo y hay aprendizajes en el entorno virtual, pero no se ha replicado el núcleo duro de la experiencia escolar, que requiere salir del ámbito doméstico y sumarse a la construcción cara a cara de un espacio común, en el cual las diferencias nos enriquecen, los conflictos nos interpelan, el conocimiento nos da herramientas y la igualdad es, al mismo tiempo, suelo y horizonte.
Al volver a las aulas, algunos sectores esperan que la escuela sólo prepare al estudiantado para la actividad productiva y la adaptación plena al contexto que le toque vivir, con saberes prácticos y emociones dóciles. Quieren atrapar la complejidad educativa en números y fórmulas, pero el sentido pedagógico trasciende la mezquina pretensión de mejorar el puntaje en mediciones estandarizadas de aprendizajes. Por el contrario, educamos para comprender y transformar el mundo, para poner a disposición de las nuevas generaciones el legado de las anteriores e invitar a recrearlo, para extraer los mejores jugos de la vida humana en la expresión artística, el despliegue físico y la aventura intelectual.
La pandemia ha desafiado las herramientas de cada sociedad para enfrentar un problema social de gran envergadura, articulando esfuerzos y garantizando derechos igualitarios. En ese trance, expuso las debilidades de nuestra cultura política, con algunas voces que reclamaban privilegios o que desafiaban las reglas de cuidado colectivo. En consecuencia, nuevamente ha cobrado prioridad la educación en la ciudadanía, para «educar al soberano» en pautas de solidaridad, compromiso y libertad responsable. Cada aula escolar puede ser un espacio de resistencia a discursos que promueven una subjetividad narcisista, centrada en la autorrealización y el éxito personal, mientras desdeña la integración comunitaria y los proyectos compartidos.
El aula es espacio público y, como tal, siempre está en movimiento, atravesado por debates y controversias. En ella, cada estudiante comienza a ejercer la ciudadanía cuando toma posición ante un problema, despliega argumentos, plantea interrogantes y formula propuestas. Lo que diferencia ese ejercicio de su realización fuera del aula es la presencia de un docente con responsabilidad formativa. El diálogo es protagonista del trabajo en las aulas y su potencial educativo no radica en que todas las opiniones se toleren, sino en que se someta a crítica cualquier enunciado, al mismo tiempo que se respeta profundamente a quienes opinan. Volvamos, entonces, a cada aula con pretensiones de utopía, porque las grandes transformaciones comienzan con pequeños pasos.