Por María Rosa González, consejera Regional de Comunicación e Información de la UNESCO para América Latina y el Caribe
La sobreexposición permanente a distintos tipos de contenidos -no siempre informativos- a la que estamos expuestos, pone encima de la mesa el riesgo de la confusión. Una amenaza nociva, y ahora, más que nunca, peligrosa, en el marco de la pandemia. Tal desorden conceptual puede engañarnos y llevarnos a tomar decisiones equivocadas, creyendo, por error, que son acertadas. Y el riesgo, entonces, puede ser el límite entre la vida y la muerte. Es en ese proceso casi autómata de consumo de contenidos, que se vuelve decisivo poder distinguir a la información como un bien común que nos pertenece.
Tenemos completamente interiorizado el derecho al acceso a la salud, a la educación y a la vivienda digna; y es justamente en ese mismo pedestal que debemos ubicar también el derecho a la información. A partir de ella, las y los ciudadanos desempeñamos nuestra soberanía, desarrollamos nuestras aptitudes cívicas y contribuimos al buen funcionamiento de la democracia. Y no priorizar ese derecho puede poner en jaque al sistema democrático.
En el marco del Día Mundial de la Libertad de Prensa, que se celebra cada 3 de mayo, la UNESCO redobla el compromiso de defender este derecho. Este año, la celebración se apoya en tres premisas categóricas: la defensa del periodismo y la viabilidad de los medios de comunicación; el fomento de la transparencia de las plataformas digitales; y la promoción de una alfabetización mediática.
El periodismo cumple un papel social irremplazable en cuanto a la producción de información verificada, de relevancia y de interés público. Si no hay condiciones de viabilidad para los medios, los medios pueden ser captados y manipulados por otros intereses, lo que haría que la información que producen perdiera su naturaleza y valor como bien común. Con los nuevos modelos de consumo digital, la migración de la publicidad al entorno numérico y la crisis de la pandemia, el periodismo de investigación está en peligro y muchos medios han tenido que cerrar.
En paralelo, la opacidad de las plataformas digitales hace que desconozcamos gran parte de su funcionamiento interno, sus algoritmos, sus modelos de negocios, sus políticas y prácticas publicitarias o del origen y financiamiento de los contenidos nocivos. Muchas de estas plataformas han generado desinformación y un discurso de odio, disparando su propagación a una escala y una velocidad sin precedentes.
Es cierto que estos fenómenos son demasiado complejos, recientes y desafiantes para ser abordados únicamente por las propias plataformas o por los Estados, y exigen, por lo tanto, una estrecha colaboración entre todos los actores implicados. La academia, la sociedad civil, los propios medios deben poder participar en mecanismos transparentes de gobernanza que permitan esclarecer estos fenómenos y salvaguardar la información como bien común.
Identificar las fuentes, desentrañar los mensajes con los que interactuamos y distinguir la información de calidad de la manipulación se ha convertido en una ardua tarea. Es un nuevo aprendizaje que debemos capitalizar y expandir a toda la sociedad mediante políticas y estrategias sostenibles de alfabetización mediática.
Hablamos de un nuevo proceso de educación, donde se capacite a las personas para que sean curiosas, entiendan sus necesidades de información, busquen, evalúen, comparen, utilicen y aporten información y contenidos mediáticos de forma inteligente. Hablamos de fomentar el compromiso con el pensamiento crítico. Hablamos de la defensa de un bien común.
Porque una sociedad mejor informada es siempre una sociedad más libre.