El 14 de septiembre de 1923 el púgil argentino sacó del ring a su rival de un trompazo, pero increíblemente lo subieron tardando 14 segundos. Luego, el final ya es conocido...
Por Walter Vargas – Télam
El boxeo argentino es fruto de dos paradojas fundacionales: la primera, nació como un deporte de ricos que con el tiempo se ofreció al albur del pobrerío.
La segunda: su primer hito de argentinidad gloriosa fue escrito con la tinta de una derrota por nocaut: la de Luis Ángel Firpo a manos de Jack Dempsey en el Polo Grounds de Nueva York el 14 de septiembre de 1923. (De ahí que por estos lares del Cono Sur el Día del Boxeador se celebre los 14 de septiembre).
Tal como unas cuantas cosas más, el boxeo llegó a la Argentina de la mano de los británicos y sus mejores cultores bautismales fueron marineros que además de la consabida rudeza, habían heredado hábitos y mañas que en términos más o menos formales databan del siglo XVII.
Para culto y regocijo de las clases más acomodadas, durante un puñado de décadas el exotismo de dirimir por el honor en cotejos a golpes de puños -en cuya versión francesa consentían también las patadas, una especie de edulcorada versión de lo que hoy trasciende como artes marciales mixtas- bajó de los barcos y se expandió en las mortecinas luces de los sótanos de la Capital Federal y de Avellaneda.
En ese contexto, el multifacético Jorge Newbery destacó en más de una trasnoche y el letrista Celedonio Flores lo honró de forma tácita en el tango Corrientes y Esmeralda: «Amainaron guapos junto a tus ochavas/ cuando un cajetilla los calzó de cross/ y te dieron lustre las patotas bravas/ allá por el año novecientos dos».
Abiertas las compuertas de la elite, el furor de la masividad llegará entrada la década del 20 de la mano de un juninense aporteñado, gigantesco, víctima de hipoacusia, de marcado ceceo -trocar la s por la z- y empleado de farmacia y zapatería, que a fuerza de voltear muñecos destacó en el boxeo profesional y obtuvo el derecho de disputar el campeonato del mundo de peso completo.
Firpo se apellidaba, aunque trascenderá como el Toro Salvaje de las Pampas que, con un mazazo diestro, sacó del ring al «Matador de Manassa», Jack Dempsey, en un supremo instante llamado a ser recreado por artistas plásticos, novelistas y hasta dibujantes de comics como Matt Groening.
En el tercer episodio de la octava temporada de Los Simpson, Homero convertido en boxeador arroja fuera del ring a su contrincante y la escena se congela en el óleo a la tela que había gestado el pintor y litógrafo George Bellows.
Esa pelea, considerada la más dramática del Siglo XX, cifrará el glorioso destino del pugilismo nacional, pero lo hará, como fue advertido, en clave contradictoria: pese a que terminará en derrota, la travesía es acompañada por una multitud apostada a las puertas del Pasaje Barolo, expectante de las señales que llegaban mediante una antena dispuesta en la cúpula del edificio.
El acontecimiento tendrá un vigor inusitado y arrasará con prejuicios y aprensiones. Se levantó entonces la prohibición que regía para el área de la hoy CABA desde 1892 y de un día para el otro, sin estaciones intermedias, el boxeo dejó de ser una expresión clandestina y violenta que propiciaba tumultos indeseables para convertirse en un deporte al alcance de quien desee aventurarse. El deporte del llamado Arte de Fistiana que un argentino, Firpo, había enaltecido en la meca del creciente espectáculo.
Firpo nació el 1 de octubre de 1894 en la ciudad de Junín, provincia de Buenos Aires. A los pocos años, sus episodios de hipoacusia estimularon a sus padres de traerlo a Buenos Aires, para un mejor tratamiento. Eso fue en 1898 y tras regresar un tiempo a Junín, se radicó en la CABA hacia 1906, más específicamente en el barrio de Boedo, donde laboró de empleado en un restaurante, en una farmacia y en la Unión Telefónica.
La dolencia en los oídos permitió que lo exceptuaran del servicio militar obligatorio.
Cobrador en una fábrica de ladrillo, con sus puños puso en fuga a tres asaltantes y el dueño de la empresa, Félix Bunge, lo estimuló a volcarse al boxeo, donde se inició relativamente grande: a los 26 años, en diciembre de 1917, frente a Frank Hagney.
Hizo dos exitosas giras en los rings de EEUU y la segunda en 1923, cuando noqueó a Jess Williard, exretador al campeón mundial Dempsey, «El Matador de Manassa».
Su condición de gigante latinoamericano ya había promovido el legendario mote de «Toro Salvaje de las Pampas», ocurrencia del destacado periodista Damon Runyon, y al tiempo surgió la chance de enfrentar a Dempsey, que seis decadas antes de algún modo había prefigurado una drástica y notoria decisión de Cassius Marcellus Clay, luego Muhammad Alí.
Dempsey se negó a pelear en la Gran Guerra y Clay/Alí se negó a pelear en Vietnam.
Hábil para los números, con reputación de gran negociador y fama de amarrete de película, Firpo gestionó su propia bolsa para subirse al ring del Polo Grounds de Nueva York el 14 de septiembre de 1923.
Sus chances eran remotas (no sabía boxear: peleaba a cara descubierta al modo de un pendenciero de esquina) y el 90% del combate así lo certificó. Cayó diez veces: siete en el primer round y tres en el segundo para ser noqueado a los 3 minutos y 57 segundos.
Los memoriosos de entonces aseguraban que en evocaciones de bares porteños, Firpo detallaba: «él me pegaba azí y yo me caía. Me levantaba, volvía a pegarme azí y yo otra vez al suelo».
En el medio, la pelea de la pelea: Firpo (98,200 kilogramos) llevó a Dempsey (87,300) contra las sogas y descargó tres mandobles diestros, el último de los cuales desparramó al campeón fuera del ring, cayendo prácticamente en el regazo del periodista.
La complacencia del árbitro James Gallagher permitió a Dempsey retornar al ring impulsado por el periodista. ¿Cuántos segundos habían pasado? Se calcula que entre 14 y 18.
Según el prestigioso periodista cordobés Julio Ernesto Vila, Firpo había cometido dos grandes errores: subir al ring con fractura de húmero izquierdo y prescindir en su rincón de su asesor, Jimmy De Forrest, quien juró y perjuró que con su influencia el juninense habría sido declarado ganador: «Después de los diez segundos con Dempsey fuera del ring, lo bajaba a Firpo, lo llevaba a los vestuarios y el lunes reclamaba la corona ante la comisión fiscalizadora».
Sin embargo, el destino es lo que en efecto pasa, no lo que pudo haber pasado: Firpo había elegido como asistente a su amigo Horacio Lavalle.
A despecho de la derrota (que por un instante la multitud apostada en Avenida de Mayo había interpretado como triunfo por un error de la señalización con colores verde y rojo en la antena dispuesta en la cúpula del Pasaje Barolo), Firpo fue recibido en la Argentina con rango de héroe, se levantó la prohibición del boxeo que regía en la Capital Federal y se le otorgó la licencia oficial número 1.
Peleó hasta 1936, se retiró con una foja de 33 victorias, seis derrotas, un match sin decisión y 28 KO, se dedicó a los negocios, hasta que dejó de existir el 7 de agosto de 1960.
Sus restos descansan en el cementerio de Recoleta, a la vera de un monolito que suele ser visitado por los adoradores del boxeo, turistas y meros curiosos. No es para menos: se lo considera del genuino padre del pugilismo nacional.
Este jueves se cumple un siglo, nada menos que un siglo.