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Una noche en el Centenario: así viven los médicos en una guardia


CLG visitó el Hospital público y siguió de cerca el trabajo de los médicos. Problemáticas, estrategias y la experiencia en primera persona del primer acceso a la salud pública

Por Gonzalo Santamaría

La salud pública en Santa Fe es uno de los bastiones del gobierno tanto provincial como municipal. Más de 20.000 historias clínicas nuevas se registraron a fines de 2018 y ese número crece junto a la marcada crisis económica y social. Miles de rosarinos pasan por las manos de los centros de salud y hospitales que acogen las necesidades de quienes no pueden sostener una prepaga.

Rosario tiene más de 50 centros de salud funcionando activamente, junto a 8 hospitales de distintas complejidades. Allí se atiende a la población que comprende el Nodo 4 del Ministerio de Salud Provincial.

Consultorios, quirófanos, médicos, kinesiólogos, psicólogos, insumos, edificios antiguos e imponentes, remodelaciones que no alcanzan es todo lo que aglomera la Salud Publica de Santa Fe. Una de las mejores, si no es la mejor, de la Argentina.

Las guardias médicas son la primera puerta a la Salud Pública y allí se ven los más variados casos. Pero, ¿qué es realmente la Salud Pública? ¿Cómo se convive con ella? ¿Qué es lo que realmente sucede en estos efectores públicos? ¿Cuál es la mirada del médico que pasa 12 horas allí? ¿Y los residentes? Con La Gente fue hasta el Hospital Centenario, alcanzó la entrada, pidió permiso e ingresó en un mundo que, sostenido en una puerta totalmente blanca, separa las grandes diferencias entre la atención estatal y privada.

Un turno normal en una guardia es de 12 horas (de 8 a 20 y de 20 a 8) donde 10 médicos por tanda sumado a 6 enfermeros se encargan de atender a cientos de pacientes. CLG llegó al Hospital ubicado en Urquiza al 3100 minutos antes de las 21 y siguió la noche de estos servidores de la salud.

Tras dos días de paro de UPCN, sin atención, la sala de espera de la guardia estaba colapsada. Dar los primeros pasos en ella era esquivar personas que esperaban, algunas en sillas, otras en el suelo, a ser atendidos.

Ingresar por una puerta lateral, por donde entran los mismos doctores, y encontrarse con la sala de emergencias saturada por internados fue la primera imagen. Allí se deben atender a pacientes con urgencias pero debido a la demanda se derivaron cuatro personas a dicha habitación separada del resto con cortinas, siempre blancas.

El pasillo, de casi 15 metros de largo, nos lleva hasta la última puerta donde se alojaban todos los trabajadores que recién ingresados ya pedían planillas para atender y poder recuperar la calma en la guardia. La tensión se sentía en cada rincón, en la espera por ser atendidos o ser dados de alta y, en el medio, los médicos intentando resolver los problemas con efectividad y velocidad.

En esa última habitación, de dos metros de largo por dos de ancho, los 10 doctores, una mesa, 9 sillas, una conservadora, una ventana y un aire acondicionado. Las mochilas de cada uno se iban acomodando por orden de llegada y las últimas terminaban, un poco más desprotegidas, bajo las sillas.

Así comenzó la jornada laboral para ellos. Que rápidamente tuvo su primer conflicto.

20.48: un adulto de alrededor de 40 años patea la puerta, insulta, reclama por la atención de un familiar en silla de ruedas y al mismo tiempo grita “atiéndanlo que está descompuesto”; la gran masa de médicos fue directo hacia la puerta principal. Sin gritos, ni necesidad de las fuerzas públicas, Matías, el encargado de la guardia, pudo llevar calma a la situación que quedó en el olvido para los doctores que continuaron con su labor.

Los médicos transitan. Ambos azules, verdes, rojos, negros, celestes y blancos. Entran y salen con nuevas carpetas médicas. “Ahora tenés otra”, le dijo Matías a Bruna, residente, que no pudo cerrar la historia clínica de un paciente para ya pensar en otro. En tanto, Walter, uno de los clínicos con más experiencia, repasa las medidas de un analgésico con Giulia, otra residente del hospital.

El espacio genera inconvenientes, además de atender la salud del otro deben organizar su espacio. “Se puede trabajar de cualquier forma, pero con quilombo no”, marcó una de las médicas. Los micromundos en ese cuarto eran miles, algunos se animaban a participar en más de uno, en donde diversas historias clínicas se escuchaban en este ambiente poco espacioso.

Cinco horas de demora. Cuatro consultorios abarrotados. El módulo de internación ocupado en su totalidad e invadiendo la sala de emergencias. Así se presenta la guardia del Hospital Centenario ante una noche “movida”.

Las caras de los que esperan y de los que están dentro lo dicen todo, ya saben a lo que se enfrentan. El desgano vence y sólo queda esperar a la resolución médica. “La medicina es como ser piloto de avión, cuanto más tiempo cerca del paciente mejor”, lanza Walter antes de irse para continuar con su trabajo.

Los médicos surcan los 10 metros de pasillos que para ese momento eran corredores. En 1,20 metro de ancho se mueven de hasta tres doctores y se reparten los pacientes. En el medio se quedaron Carlos y Cristiano, dos residentes, para debatir quién era el encargado de revelarle a una de las mujeres que llegaron sobre su embarazo, del cual ella desconocía.

Las puertas reflejan el constante uso, no cierran por completo y su color dejó de ser blanco. Bruna toma el picaporte de una, cierra los ojos, respira profundo y la abre hacia una nueva historia, un nuevo problema, un nuevo mundo.

Los consultorios marcan el colapso. Mínimo tres pacientes en cada uno de ellos, con distintos síntomas, con distintas esperas, formas, todo en un par de metros cuadrados. Las personas, durante la espera, dialogan entre ellas. En los corredores sólo se escuchan análisis, diagnósticos y consultas. Cristiano lleva calma al consultorio 1. Pegado en el consultorio 2, dos individuos charlan, mientras uno de ellos era custodiado por un policía.

22:10: María, otra de las médicas, abre la puerta y llama: “Suárez Martínez”, en búsqueda de otro paciente. Al mismo tiempo una madre revisa el pasillo para encontrar a la doctora que atendió a su hija. Otro, mira impaciente por el largo del corredor y se inquieta por irse. Gente en los pasillos. Se abren y cierran puertas. Se cruzan médicos de cuarto a cuarto.

Entonces aparece Manuel, residente, encargado de atender la parte de pediatría, cumpleañero en la noche, y consulta con Emiliano, pediatra de la guardia del Hospital Centenario desde hace ya un año.

En el segundo piso, se encuentra la parte pediátrica. En ella se mueve Emiliano, con ironía y 10 años de experiencia en distintos efectores públicos, es palabra autorizada. Las guardias “relativizan la crueldad de la realidad”, explica el pediatra mientras escucha música para aislarse de la vorágine de la noche. “El paso por el hospital público te da una herramienta incomparable y valiosísima”, declara, mientras Manuel lo escucha con mucha atención y esperan por una mamá, la cual fue a comprar comida recomendada para su hija quien se quedó en cuidado de los médicos.

Bajando las escaleras se presenta María y con una sonrisa en la cara entabla una conversación:

“Se calmó un poco”

“¿Se calmó?”

“No, es la calma que hay que tener”, y se retira con una mueca en el rostro

El humor es un factor fundamental para “pasar” la estadía. “La ironía es una condición de la vida”, manifiesta Matías, mientras acomoda papeles para seguir con la distribución de carpetas médicas y deriva a paciente del consultorio 2 hacia otro producto de una intervención a otro de la cual se requería privacidad.

Los apellidos seguían presentándose, la guardia se iba acomodando y los médicos tenían su momento para cenar, pasadas las 23.

EL MOMENTO DEL SILENCIO

En el fondo del segundo piso se encuentra la sala donde cenan los trabajadores. Por turnos, en parejas y con una vianda facilitada por el hospital, aprovechan para comer. Un lugar alejado de los pacientes, de los estetoscopios y jeringas. Allí sólo se siente la humanidad del médico, que descansa en la cena el trajín de una guardia colapsada.

Camila, de 25 años, es residente, aprende día a día y fue la médica que abrió la puerta en el conflicto de primer momento. “No es lo mejor atender así”, sostuvo y contó la experiencia de una abuela muy enojada porque no atendían a su nieta. “Hacemos todo lo que podemos y a la gente no le importa nada”, agrega. Ella se acostumbra con estas situaciones a “ponerse firme” y resume esas situaciones en simples palabras: “No te lo enseñan en la facultad, llegas acá y se te cae todo. Es errado a quién maltratan”.

Relevando a Camila aparece Cristiano. Brasileño de 31 años que con un “che” en la boca denota su estadía de 6 años en la ciudad. “Acá aprendí a ser médico”, explica el oriundo de Porto Alegre. El deseo por ser profesional lo trajo a la educación pública de Rosario. Para él, la adrenalina de cada caso es fundamental: “No sabés lo que te depara”, explica y enumera distintos dolientes que llegaron a sus manos.

Su habla lenta lo distingue, las limitaciones en el sistema le preocupan pero rescata: “La gente puede tener bajos recursos o estudios pero no es necia, sabe que acá tiene todo”.

Mientras hablaba Cris, como lo llaman en el grupo de trabajo, escuchaba atentamente Emiliano, el pediatra. Una década en guardias públicas le sirven para marcar el punto fundamental de éstas: “Lo importante es el equipo, la buena onda y ayudar”. Cree que mostrándose igual al paciente favorece al trabajo pero se sincera: “Sin recursos es muy difícil. El espacio físico te agota”.

Con sus compañeros ya en tareas llegaron a la mesa Daiana y Manuel, los últimos en cenar. La mujer de San Nicolás, expresa su encanto por el Hospital y la gente “muy capaz” que hay en él. El varón, nacido en La Paz, Entre Ríos, sostiene la “paciencia”, agarra experiencia porque “ve cosas” que en el privado no se ven.

 

Para la medianoche a guardia se estabilizó. Las cinco horas de demora ya no existían. El silencio en los pasillos y la sala de espera prevalecía y ya sólo había cuatro personas en la espera de ser atendidos en el Hospital Centenario.

Tras un vidrio y un micrófono se encuentra la primera cara de la Salud Pública, la recepcionista. Por las noches, Eliana espera a los futuros pacientes. Tres meses de experiencia le permiten afirmar que “a la tarde es peor”. Turnos de 8 horas, nombres y síntomas pasan por ella antes que nadie, “en base a cómo lo veo le aviso personalmente al médico”, explica.

En las salas de espera se ven diversas realidades. Los pacientes, los acompañantes y la gente que transita la noche allí. “No tienen un techo y se sienten protegidos por el Hospital”, desliza Eliana.

2.17: se acerca un chico, de 24 años, con un dolor en su mano derecha producto de una caída. El joven, con domicilio en Buenos Aires, se atiende en Rosario. Las estadísticas marcan que gente de Chaco, Santiago del Estero y otras provincias cercanas llegan a Santa Fe para utilizar la salud pública.

En la sala de médicos los primeros mates comenzaban a pasar y allí, mucho más aplacados, estaban Matías y Walter. Los dos destacan la inversión en salud provincial. Matías, encargado de la guardia, señala la importancia del humor debido a “tener la muerte a la orden del día”.

3.43: con un cierre seco a la puerta, María ingresa a la habitación. “¿Se tranquilizó?”, le preguntan con sonrisas en la cara y la mirada desafiante de ella acompaña la respuesta: “Nunca se dice que se tranquilizó”. Las risas en conjunto aparecen por primera vez en la noche.

Con la paz de la madrugada se sienta Giulia, mendocina y estudiante de la Universidad Nacional de Rosario. Ella sostiene el “servicio” de la medicina y busca aportar a la sociedad desde ese lugar. “Acá es tan directa esa función”, asegura.

4.26: se realiza una nueva recorrida para el seguimiento de los pacientes. Matías y Walter se hacen cargo. Todos los residentes los siguen, aportan con cada atendido y al mismo tiempo son desafiados por los médicos. Uno por uno son evaluados bajo el manto de la serenidad alcanzada.

5.18: llega la hora de las experiencias personales. Emiliano, pediatra con especialización en psiquiatría infantoadolescente, fue el primero en expresar su experiencia: “Me banco el intento de suicidio pero no el abuso”, y su mirada acompaña la sinceridad y crudeza de su experiencia.

Eliana, desde su recinto, recuerda una de las primeras noches donde presenció cómo a un señor mayor le amputaban la pierna y, explícitamente ante su labor de recepcionista, sentencia: “No sabes cómo reaccionan los que llegan”.

Manuel, tendido en una silla, asevera: “Nunca me imaginé haciendo otra cosa”. Él tiene una noche particular, cumple 26 años, llegó con una torta para compartir y se puso a la par de sus compañeros.

Los relatos arrancan. Descubrimiento de enfermedades, situaciones de todo tipo, pacientes extravagantes, noches tranquilas y algunas no tanto, Navidades y Año Nuevo al servicio. Todos esas historias y muchas más volaban en la pequeña sala donde los mates no se suspendían.

6.10: la espera era nula. Los médicos no duermen ya que en Año Nuevo el revoque del techo del dormitorio se cayó y no está habilitado el sector para utilizar las cuchetas que existen en el Hospital Centenario.

La jornada se terminó. Poco menos de doce horas en una guardia. Noche particular. Mucha demanda. El trabajador público de la salud se enfrenta ante adversidades que el propio sistema, por más preparado que esté, no prevé. Sin dudas el recurso humano es la pieza clave en todo servicio. En este caso los médicos son el motor de una estructura reconocida a nivel nacional.