Por Ernesto Zas es abogado laboralista, docente en la cátedra Derecho del Trabajo (UBA), asesor legal de sindicatos, miembro de la Asociación de Abogados Laboralistas y asambleísta en el Colegio de Abogados de CABA.
La reforma laboral, que se aprobó en el Senado como parte de la Ley de Bases, no surgió de la ocurrencia del gobierno libertario. Es el resultado de una minuciosa y sistemática campaña de destrucción del derecho laboral sobre el que trabajan los empresarios desde hace muchos años.
Esa campaña, que ahora fue volcada por los asesores jurídicos de los empresarios en un texto que podría convertirse en ley, busca seguir amputando los derechos de quienes trabajan y el principio de protección de la parte más débil en la relación laboral, que operan como red de contención para un sector de los trabajadores: los formales.
Es decir, no es un sueño trasnochado de Javier Milei, sino que es la condensación de un estado de cosas que se viene desarrollando durante muchos años. Una ley es eso, es la expresión de una correlación de fuerzas en una determinada situación.
Si vemos la historia, podemos ubicar en el golpe de Estado de 1976 el inicio del derrotero para las y los trabajadores.
Esa dictadura, que fue promovida por los poderes económicos más concentrados, logró su objetivo: amputar derechos laborales, cambiar la estructura económica del país y modificar brutalmente la distribución de la riqueza.
La reconquista de la democracia no alcanzó para retrotraer la destrucción de derechos, que afectó a la mayoría de la población, que son quienes deben trabajar para vivir. Tampoco para frenar una deriva lenta, pero inexorable, que siguió golpeando a las mayorías.
La precarización de las relaciones de trabajo continuó y estuvo acompañada por una desidia estatal sin diferencia en el color político.
Fue y es deficiente en la fiscalización y es nulo en el ejercicio del poder de policía del trabajo (en cabeza del Ministerio, hoy Secretaría del Trabajo).
Esto se traduce en un mercado de trabajo fracturado con cada vez menos trabajadores con derechos, en el que la deslaboralización es una realidad material.
Ese fenómeno de hecho se consolidó con hitos jurídicos. La reforma del Código Civil y Comercial y varios fallos de la Corte Suprema de Justicia que, de a poco, plantean como horizonte la desarticulación del entramado jurídico laboral protectorio y su reemplazo por una equivalencia formal en la contratación.
Otro rasgo que muestra cómo las y los que trabajan siguieron perdiendo derecho se expresa en el sistema de riesgos.
¿Por qué no hay modificaciones propuestas? Porque las modificaciones que se han sucedido, bajo los últimos gobiernos, garantizaron una extraordinaria rentabilidad de las Aseguradoras de Riesgos del Trabajo.
¿Quién pagó esa cuenta? Las y los trabajadores, que pusieron y ponen su salud en juego para que un grupo concentrado de empresas hagan fabulosas ganancias.
Todo esto fue parte de un discurso falso sobre una supuesta igualdad entre las y los trabajadores y las empresas. Es más, muchas veces escuchamos hablar de una relación similar de fuerzas entre una persona que sólo puede ofrecer su fuerza de trabajo y un empresario.
Es un discurso que habla de la libertad de negociar entre una persona que quiere trabajar y la empresa que la va a contratar.
La reforma laboral que el Senado aprobó dentro de la Ley Bases y que el gobierno de Javier Milei buscará aprobar definitivamente en la Cámara baja, más allá de sus efectos inmediatos, que serán más bien nulos en materia de dinamización del empleo, busca consolidar jurídicamente un horizonte de largo alcance donde las relaciones laborales se parezcan cada vez más a una relación entre iguales, donde lo evidente (la diferencia de poder) se esconda, sin vacaciones, ni aguinaldo, ni gremios.