Opinión

Sindicalismo y política


Por Adolfo Rocasalbas, periodista especializado en política gremial

Los remanidos, aburridos y trasnochados amantes y adláteres liberales de los rebrotes conceptuales, idénticos en el Verbo y lo semiótico y con pequeños matices según sus pertenencias, idénticas en el fondo, insisten en profetizar la imprescindible abstención política de los trabajadores. Nada más irreal. 

Historiadores, “filósofos”, sociólogos, políticos y medios adscriptos a esa corriente de “pensamiento” particularmente liberal continúan denostando con furia el rol del sindicalismo en la comunidad. Ese bagaje ideológico y cultural procuró e intenta plasmar de forma ahora definitiva el convencimiento absoluto en la sociedad del pernicioso peligro y desnaturalización que supone esa real necesidad.

A excepción del justicialismo, ningún partido político pudo integrar de forma masiva y orgánica a lo largo de la historia al movimiento obrero organizado en la vida política de la Nación.

Los cuerpos orgánicos de las organizaciones gremiales tienen el derecho natural de adherir a un partido político determinado. Sin duda, también los trabajadores que las integran y nutren.

Una sofisticada y pretérita justificación histórica actúa en sentido opuesto. Es de forma indudable trascendente la consolidación del movimiento obrero nucleado en una organización única y conceptual y de manera pragmática clarificado respecto de objetivos y propuestas. Pero no es menos importante la función política que debe tenerlo como protagonista. Es preciso despejar conceptualmente esa afirmación para aventar toda duda y especulación marchita o los supuestos infundados “temores”.

Son numerosos los protagonistas políticos, incluido el Gobierno libertario, que acribillan con maravillosas metáforas los oídos sindicales, puntualizando la inconveniencia y ausencia de ética para la función gremial que supone su participación en una organización partidaria. El planteo, caprichoso y antisocial, es del todo coherente si se tienen en cuenta los diferentes proyectos de Nación.

Hubo un tiempo casi artificial que caracterizó el accionar y la vida sindicales. La indefensión general y la inorganicidad metodológica frustraron todo intento reivindicativo, más allá de las precarias condiciones político-sociales existentes. Más aún, hasta poco antes de 1943 convivían en el país dos centrales obreras -un éxtasis si se compara con la actual realidad-: la CGT 1 y la CGT 2.

De forma previa, proliferaron los grupos anarquistas, socialistas, comunistas y anarco-sindicalistas relacionados con una ideología particular y atentos a las indicaciones y órdenes del cuartel partidario.

La casi totalidad de los asistentes a los congresos sindicales de la época escuchaba las marchas internacionales y postulaba programas paralelos a los de sus mentores ideológicos. La consecuencia práctica fue obvia: total anarquía y debilidad sindical e intrascendencia de la lucha reivindicativa.

A excepción del justicialismo, ningún partido político pudo integrar de forma masiva y orgánica a lo largo de la historia al movimiento obrero organizado en la vida política /Foto: Somos Télam.

Pero ocurrió y esa fue la historia. Por lo que no se comprende la negación a la adhesión partidaria mayoritaria posterior de los trabajadores al justicialismo, a excepción de que esa metamorfosis -que partió en dos la historia gremial y política- merezca luego de setenta años un repudio sólo fundado en el sentimiento gorila de bronca y pesadilla ante la inhumación en su momento de lo liberal precedente.

Lo anterior tiene su historia. El capitalismo liberal se instauró luego del estallido revolucionario en Francia, y sucedió como sistema al feudalismo. Una de las trascendentes consecuencias de la toma de la Bastilla, en 1789, y de la posterior institucionalización de la Revolución, fue la génesis de los partidos políticos. El problema no fue el nacimiento de la partidocracia sino su absoluta inoperancia.

La organización partidaria fue de forma paulatina constituyéndose en mera herramienta electoral. Algunos sectores gremiales participaron de manera alegre en ese nuevo modelo político. Así cobró cuerpo el llamado sindicalismo amarillo. En la Argentina, ese molde se reflejó en parte hasta bien entrado el siglo XX, si bien justo es rescatar el valor de las luchas obreras históricas.

Las organizaciones sindicales nacieron como corporaciones allá por el oscurantismo de la Edad Media, cuando el saber se refugiaba junto a los altares y el clasicismo griego preparaba su estruendoso retorno en el Renacimiento. Luego, esas primeras mancomuniones de artesanos dieron paso a los gremios trabajadores. El progreso se verificó de forma principal con el estallido de la inglesa Revolución Industrial. El monopolio de la producción y las expoliadoras condiciones de trabajo amalgamaron las necesidades e inquietudes de los sufridos operarios fabriles de la época.

Ello constituyó una reacción al sistema, en la práctica vigente desde mucho antes del advenimiento capitalista, que trajo consigo entre otras cosas la máquina y la empresa. La situación de indefensión también empujó a los trabajadores a forzar su participación política. El grado de concientización alcanzado en las masas europeas -después trasladado a América Latina, en la cresta de la gigantesca ola inmigratoria-, motorizó en este continente esa inserción sindical en la actividad política. Empero, transcurrieron décadas enteras e intensas, inclusive tragedias, antes de que pudiese plasmar.

En política, un arte todo de ejecución, como en cualquier otra actividad humana, juegan poderosos intereses. El sindicalismo no puede permanecer indiferente a esa realidad desde que la dinámica coyuntural afecta sus propios objetivos. El justicialismo supo ser un gran Movimiento Nacional -no político- con doctrina propia. Esa fue la razón de la machacante prédica de décadas de los liberales, opuesta a la participación obrera en política. Esa ideología continúa profetizando la necesidad de esa marginación para recluir al movimiento obrero en la atención excluyente del salario, que no es un ente individual sino que debe ser acompañada por la negociación de condiciones de vida y de labor.

La marginación sindical a su “natural” mapa de acción representa una concepción doctrinaria que no refleja a las comunidades hispanoamericanas. El continente es subdesarrollado porque aún es dependiente. Ningún análisis puede abandonar esa realidad, a menos que procure ocultarla o desfigurarla. En ese contexto y, ante esa situación, el movimiento obrero desarrolla su accionar reivindicativo en determinada organización política. Es decir, de esa obligada necesidad de participación a la elección partidaria para hacerlo hay solo un pequeño paso que los liberales niegan.

La reiterada y denostada participación política del sindicalismo reengrendra otra vez una vieja antinomia. Reproches y críticas fluyen por doquier. Los trabajadores no deben ni pueden ser prescindentes. Ello sucedía hace más de setenta años, cuando eran ignorados y mantenidos al margen del proceso de la evolución, de la adopción de decisiones y del libro de la política.

La mayoría sindical continúa siendo justicialista.  Y no es casual. El liberalismo económico -con tajante aplicación práctica en su faz política, aunque algunos procuren dividir esa supuesta dualidad-, impulsa lo contrario por una mera cuestión de supervivencia. Un movimiento obrero único, fuerte y sumergido políticamente en la elaboración e instrumentación de un proyecto nacional común a la mayoría de los argentinos significaría una realidad que aniquilaría de cuajo aquella concepción de entrega.

No obstante la remanida andanada de misiles liberales, el movimiento obrero debe gestar y lograr de forma profunda su participación política. Ello contribuirá a su salud y la de la Nación, y facilitará de seguro una salida a la crítica coyuntura nacional y partidaria. Pero debe para ello unirse.

Atravesó durante casi toda su historia un constante proceso de rupturas, desavenencias y divisiones. La Confederación General del Trabajo (CGT) nació el 27 de septiembre de 1930 por un acuerdo entre socialistas y anarquistas, a quienes luego se sumaron comunistas, y fue producto de la unificación de la Unión Sindical Argentina (USA) -continuadora de la FORA del IX Congreso- y la Confederación Obrera Argentina (COA), con mayoría socialista.

Se asentó en sindicatos de rama como la Unión Ferroviaria (UF) y La Fraternidad y fue convirtiéndose en única frente al reducido protagonismo de la anarquista FORA del V Congreso. Los principales dirigentes de la época fueron Luis Cerutti -primer titular hasta 1936, cuando asumió José Domenech, ambos de la UF-, el mercantil Gabriel Borlenghi y el municipal Francisco Pérez Leirós.

La central obrera nació para inhumar los conflictos internos, las divisiones y las fragmentaciones, aunque apenas cinco años después, en 1935, se partió para dar vida a la CGT Independencia -socialista y comunista- y a la CGT Catamarca -anarquista-. Dos años después, la última refundó la Unión Sindical Argentina. En 1942 reapareció la división y la ruptura y se conformaron la CGT 1, dirigida por el socialista Domenech, que nucleó a los estratégicos sindicatos ferroviarios, y la CGT 2 del también socialista Pérez Leirós, que agrupó a los gremios comunistas y a algunas importantes entidades socialistas, como la de empleados de comercio.

El desembarco del coronel Juan Perón en la Secretaría de Trabajo, el 27 de noviembre de 1943, unificó a la central obrera, que abandonó las tradiciones socialista, comunista y anarquista. Su triunfo electoral en 1946 modificó de cuajo el perfil de la CGT. La central obrera se convirtió en la columna vertebral del justicialismo. El socialista mercantil Angel Borlenghi fue designado ministro del Interior y Juan Bramuglia, abogado de la Unión Ferroviaria, a cargo de la cartera de Relaciones Exteriores.

El año 1955 determinó el primer punto de inflexión. La CGT, intervenida y proscripta, participó en la “Resistencia” y, en 1957, en la creación de las 62 Organizaciones Gremiales Peronistas, desde siempre el brazo político de la central obrera.

El derrocamiento del radical Arturo Illia, en junio de 1966, provocó una nueva ruptura en la CGT ante la irrupción de la dictadura de Juan Carlos Onganía. Las profundas divisiones generadas por ese golpe de Estado determinaron la génesis de la CGT de los Argentinos, liderada por el gráfico Raimundo Ongaro. La central tuvo un importante rol en el Cordobazo, en 1969 -mientras continuó funcionando la CGT tradicional-, y permitió el surgimiento de hombres como el lucifuercista Agustín Tosco.

Raimundo Ongaro / Foto Tiempo Argentino

El estallido castrense dividió el movimiento obrero. Reinaba el sector de “El Lobo” Augusto Timoteo Vandor y, por otro lado, nacieron nucleamientos no dialoguistas opuestos a la posibilidad de aceptar que en el país existiera un peronismo en ausencia del General Perón. Las profundas diferencias se mantuvieron y, en 1968, Ongaro constituyó esa CGT de los Argentinos, asentada principalmente en las regionales industriales siderúrgicas y mecánicas, entre otros sectores.

El segundo punto de inflexión sindical fue el golpe del 24 de marzo de 1976. La CGT adoptó dos posturas diferenciadas que provocaron una nueva división entre la CGT Azopardo y la CGT Brasil, que permitió el rutilante surgimiento y accionar del dirigente cervecero Saúl Edolver Ubaldini.

Pero fue intervenida y disuelta. Se había organizado en dos sectores: el opositor Grupo de los 25, que dio paso a la Confederación Unica de Trabajadores Argentinos (CUTA) y a la CGT Brasil, y la dialoguista Confederación Nacional del Trabajo (CNT) y la CGT Azopardo.

El dirigente cervecero Saúl Edolver Ubaldini / Foto labancaria.org

El regreso de la democracia, en diciembre de 1983, permitió la reunificación. Fue apenas un sueño. El gobierno de Carlos Menem, surgido en 1989 como consecuencia de la brutal crisis hiperinflacionaria, decidió frenar el ímpetu ubaldinista y provocó una nueva ruptura. La CGT se dividió entre la San Martín del mercantil Guerino Andreoni y la Brasil de Ubaldini, respaldado por el metalúrgico Lorenzo Miguel y el petrolero Diego Ibañez, entre diversos gremios. Moyano, Juan Palacios y Julio Piumato crearon el Movimiento de los Trabajadores Argentinos (MTA). Algunos sindicatos luego decidieron escindirse para dar vida a la Central de los Trabajadores de la Argentina (CTA) del estatal Víctor De Gennaro.

En realidad, entonces el movimiento obrero se dividió en cuatro grupos bien diferenciados: el que respaldó de forma total a Menem (Luis Barrionuevo); el que propuso negociar sin enfrentar al presidente de manera abierta (los llamados gordos); el que planteó una férrea oposición sin romper la CGT (el MTA) y el que propuso la resistencia total creando otra central (la CTA estatal y docente).

Hugo Moyano.

Toda una historia de divisiones y, a la postre, de reencuentros. Que deben concluir de forma definitiva para la salud de los trabajadores, del movimiento sindical y del propio próximo gobierno nacional, en el que los trabajadores deben participar de manera abierta y franca luego de la derrota del liberalismo.

El actual brutal ajuste y la política de tierra arrasada que aplican Javier Milei y sus funcionarios no admite diferencias. Lo contrario es sinónimo de involución a épocas remotas, superadas hacia octubre de 1945 con el advenimiento del peronismo.

La convivencia en la Argentina de las actuales tres centrales sindicales (CGT y ambas CTA) desoye la enseñanza estratégica de Perón: “Cuando en un país hay más de una CGT, es exactamente lo mismo que si no hubiese ninguna”, aseguró en su momento el indiscutible líder de los trabajadores.