Por Néstor Roulet
Con la excusa de que la tierra tiene una renta «extraordinaria», el Estado se queda con el 57% de los dólares que ingresan de una hectárea de soja, quedándole al productor sólo el 7%, tras descontar costos de producción, infraestructura e impositivos.
Así, con un resultado final de 131,89 de dólares por hectárea (U$S/ha) un productor agropecuario necesita -a un valor de 12.000 U$S/ha- 90 años para comprar una hectárea de campo.
Estos números nos dan una rentabilidad del 1,01% por hectárea, lo que nos obliga a preguntarnos ¿Es realmente el campo merecedor de estas expresiones «ideológicas»?
Este bajo ingreso -con rindes promedios altos y rezando que llueva todos los días- ha convertido al sector en un negocio de alto riesgo, donde la meta en definitiva es obtener sólo una renta financiera.
¿Cuál es la causa para que esto suceda? Este Gobierno necesita del dinero -del campo, de los jubilados, del Banco Central- para lograr su objetivo de dependencia económica y social de la población y convertirse en un Estado paternalista.
Esto sumado al debilitamiento de las instituciones republicanas y al fortalecimiento ideológico, proponiendo enemigos del sistema, forman un esquema ideal para la instalación de un Gobierno populista.
De ahí el planteo a la sociedad de «la renta extraordinaria de la tierra», sin antes asegurarse que sean otros los que arriesguen y trabajen para luego quedarse -si llueve y todo va bien- con la mayor parte de las ganancias.
En definitiva, no le importa si los que producen pueden soportar esta presión tributaria o si el sistema tiene sustentabilidad técnica y social. Simplemente le interesa que se produzca para quedarse con la plata.
Esta acción incentiva la concentración productiva en el país, ya que la presión tributaria deja sin competitividad al pequeño y mediano productor dejándolo desprotegido ante grupos económicos que entran al negocio con expectativas financieras, quedándose con su medio productivo, destruyendo un sistema de vida que es «producir viviendo en el interior».
Lo increíble de historia, es que mientras el productor agropecuario de la provincia de Buenos Aires necesita 90 años para recuperar la «inversión tierra», el Estado con lo que recauda por esta hectárea de soja – 1.020,23 U$S/ha-, sin riesgo y siendo socio sólo en las ganancias, en tan sólo 12 años se queda con el valor de estas tierras.
No sólo despoja al productor agrícola de una renta necesaria para seguir invirtiendo en innovación y tecnología, sino que ese dinero no queda en las localidades del interior, lo que redundaría en un mejor bienestar económico.
Por ejemplo, teniendo en cuenta que en el partido de Pergamino donde se siembran alrededor de 155.000 hectáreas de soja, el Estado Nacional recauda U$S 93 millones de retenciones y U$S 56 millones de impuestos coparticipables, de los cuales U$S 27 millones quedan en sus arcas, sumando un total de U$S 120 millones, alrededor de 12.000 millones pesos.
¿Cuál es el Presupuesto aprobado para el partido de Pergamino para el 2021? Unos 3.000 millones de pesos.
Es decir, el Estado Nacional se lleva, solo con el cultivo de la soja, 4 presupuestos anuales de ese partido.
Esta política extractiva desalienta el federalismo y degrada la institucionalidad del país.
Lo que deben entender en el Gobierno Nacional es que cuando se queda con el dinero del «interior productivo» devolviéndole sólo migajas, y condicionadas al sometimiento de gobernadores e intendentes, se está quedando no sólo con parte del progreso de nuestros pueblos, y con nuestro patrimonio productivo y social, sino con la dignidad de los mismos.