Por Carlos Duclos
Sucedió hace 5779 años. Era una tarde como esta en la que escribo estas breves líneas: un verdugo egipcio azota una y otra vez en la espalda, con un látigo trenzado y puntas rematadas en esferas de acero, a un joven esclavo judío. La madre, Raquel, impotente, observa la escena en el lejano Egipto y llora desconsoladamente.
Sucedió hace 2019 años también en una tarde como esta: un verdugo romano azota sin piedad a un hombre judío (si es que como dijo el historiador judío Josefo, a aquel Jesús se le podía llamar hombre por los portentos que realizó). Su madre, María, hija de un gran rabino, impotente, observa el castigo en la lejana Jerusalem y llora como aquella Raquel sin consuelo.
Las dos escenas están llenas de significado, símbolos, alegorías y figuras. Las principales imágenes que emergen son la opresión, la injusticia, el maltrato y seguidamente la terrible soledad de los castigados; el dolor de ellos y de sus seres amados.
Han pasado siglos, y la escena se repite una y otra vez. Aquel joven judío, como tantos otros de aquellos años de Egipto, aquel hombre llevado a la cruz en Jerusalem, siguen siendo castigados por los imperios ¿Sus pecados? Ser inocentes, desear una vida digna, de plena paz interior, anhelar derechos fundamentales satisfechos ¿Sus pecados? Creer en un único Dios y poder ser respetados por sus creencias, poder vivirlas en libertad, sin ser atacados de una u otra forma ¿Sus pecados? Creer en la vida y consagrarse a ella.
Aquel joven hijo de Raquel, “Ese Hombre”, hijo de María, han permanecido a través de los siglos en los que sufren, en los que lloran, en los postergados y excluidos, en los que atraviesan los días de sus vidas en la soledad, que es el más cruel de los dolores. Sí, porque cualquier angustia, incluso en el umbral de la muerte, puede ser soportada si el ser se sabe acompañado; pero el dolor en la soledad es lo completamente amargo de la misma amargura; es el tormento que no tiene atenuantes.
El hijo de Raquel como el Hijo de María, no obstante la esclavitud y el sometimiento, no obstante el tormento y la cruz, conocieron, en aquellos remotos días que hoy recordamos, la liberación. No fue fácil, de los azotes del Faraón, de la humillación permanente; de los azotes del romano, debió uno atravesar el desierto para llegar a la Tierra de Promisión y otro padecer la cruz para poder retornar a la vida.
Los seres comunes, inocentes, buenos; esos niños, jóvenes, adultos, ancianos, hoy azotados, humillados por los imperios de diversas formas y disímiles naturalezas, cuyas madres y padres los miran y lloran como aquellas Raquel y María, aguardan también la liberación. Liberación de la pobreza material, intelectual y espiritual, de la injusticia del poder del mal que pesa sobre muchos. Liberación de un poder cruel, inescrupuloso, insensible, que tiene diversos rostros, varias patas y un solo cerebro: el del demonio. Un demonio potente, hacedor de costumbres y culturas, de pautas económicas para la perdición de las criaturas y del planeta; para la perdición de los hijos de Dios, de los que adhieren a la inmutable ley universal, de los que defienden la creación.
Los azotados hijos de Raquel y de María, hoy presentes en tantas regiones del mundo y por supuesto de Argentina, pertenecientes a diversas clases sociales (porque el dolor no hace acepción de personas), esperan hoy, como ayer, huir de la esclavitud y de la muerte que perpetra el poder, de una u otra forma, sobre todos los hombres conminados y obligados a servirle. Que así ocurra.