Por Carlos Duclos
La triste historia de Solange y Pablo Musse, hija y papá que no se pudieron despedir, darse un beso definitivo por última vez antes de la muerte, decirse unas palabras mirándose a los ojos, es, de algún modo, la historia de un país enfermo por un virus que ha aniquilado valores, códigos, sentido común, empatía, sensibilidad y amor por el prójimo. Es la historia en donde la mediocridad, el supino disparate y la ausencia de talento, tienen permiso para ejercer funciones y dirigir el destino de la gente.
Como se sabe, Solange padecía un cáncer de mama metastásico terminal, estaba residiendo en Córdoba y su último y sublime deseo era ver a su padre, despedirse. “Él es todo para mí”, había dicho esa hija atribulada por la enfermedad y sabedora de su destino. Al gobierno cordobés, no le importó; a Pablo que viajó de Neuquén para despedir a su hija, no le permitieron la entrada a suelo cordobés y lo hicieron regresar a su provincia escoltado por policía y sin descansar.
Las fundamentaciones dadas por el funcionario encargado o perteneciente al área que no permitió el encuentro de padre e hija, son tan burdas, tan propias de un alcornoque (árbol de corteza dura y nada flexible) que no merecen gastar dos líneas en reproducirlas. La ausencia de empatía y sobre todo de inteligencia, hacen juego con la corteza de ese árbol de naturaleza no pensante, pero que con toda seguridad brinda más satisfacciones a la creación que algunos especímenes racionales.
El asunto es que esta situación, que se convierte en paradigma del disparate argentino, no es solo patrimonio del gobierno cordobés, sino que, con otras formas, en diversas circunstancias, está presente en muchos lugares del país en donde la solidaridad y la inteligencia son esclavas de la mediocridad y el bien común sobrevive enjaulado.
Y todo esto es posible porque por medio de artilugios persuasivos, se ha logrado instalar en buena parte de la sociedad que lo malo no es tan malo, que lo mediocre es bueno y que los estúpidos con poder son lo mejor que le puede pasar a la masa.
Y así, en este caldo patético, presente en muchos ámbitos de poder a veces más cerca de lo que se piensa, se ahogan los buenos, los pensantes, la gente con criterio y capacidad de discernir, los que trabajan y producen. Y también se ahogan los otros, los manipulados mentalmente, los engañados, aquellos que de veras creen que lo mediocre es bueno. Se ahogan y ahogan a su descendencia, aunque muchas veces no lo adviertan.