Por Diego Añaños
Por Diego Añaños
Como ocurre todos los años para esta fecha, el presidente ofreció su discurso de apertura de sesiones ordinarias del Congreso Nacional. Durante dos horas, realizó un detallado análisis del estado del país, en una alocución que no estuvo exenta de interrupciones, gritos, insultos, y desplantes de algunos legisladores que abandonaron el recinto. Les confieso que comprendo casi todo, menos esas salidas cinematográficas. Muy similares, por cierto a esas ocasiones donde un entrevistado se va de una nota que le están realizando al aire. Seguramente hay más de una explicación para tales desplantes. Una pregunta inapropiada, una ofensa del conductor, la incomodidad del entrevistado o simplemente la necesidad de generar un acontecimiento. A esta altura del partido, a nadie le quedan dudas de que, las salidas intempestivas de los legisladores tienen mucho más que ver con un montaje escenográfico que con cualquier otra cosa.
Todo parece indicar que Alberto Fernández terminará su primer mandato sin pena ni gloria. Digo su primer mandato porque todavía no está claro si será o no candidato y, en este escenario, cualquier cosa puede pasar. Tal vez sea el último, no lo sabemos. Una oposición con un mínimo de vuelo ya tendría este asunto cocinado, pero no lo tiene, ni lo va a tener. Precisamente si hay algo que hace fuerte al presidente hoy, es la oposición, que no logra capitalizar ni uno sólo de sus traspiés. Por otro lado, va quedando absolutamente claro es que Alberto Fernández no representa un peligro para los intereses concentrados en la Argentina, diría que para nadie. Esa moderación de la que hizo gala en su discurso fue casi una confirmación: nada va a cambiar de acá a diciembre. Las únicas peleas que decidió dar, son puramente discursivas, pero ninguna fue al hueso. Y si hay algo que no le produce temor a nadie es que lo corran desde un discurso. Por ejemplo: desde el estrado tirotea a los grandes medios masivos de comunicación. Los acusa de mentirosos, de montar una realidad paralela, de no informar las acciones positivas del gobierno, de desestabilizar. Pero al mismo tiempo los alimenta cotidianamente con toneladas de pauta oficial. Esas balas de salva no le mueven el amperímetro a los grandes multimedios, que seguirán operando en su contra. Que no queden dudas, acá no cambia nada. Planearemos pues, haremos la plancha entonces, pero que nadie espere lo inesperado porque se va a decepcionar.
El presidente enumeró una larga lista de logros económicos de su gestión. Si bien es cierto que algunas cifras pueden ser cuestionables, es probable que la mayoría sean ciertas. Digo, Alberto probablemente no esté mintiendo, al menos no consciente y deliberadamente. Vamos a darle el beneficio de la duda. Han mejorado muchos indicadores, es cierto. El país crece, se genera empleo, mejoran nuestras exportaciones y se ha encaminado, gracias a un importante ajuste, la situación de la deuda externa. Durante las vacaciones la ocupación de plazas estuvo a tope en casi todos los destinos turísticos, y basta salir a cenar cualquier noche para encontrarse con locales estallados de gente.
Sin embargo, Alberto Fernández debería saber que los beneficios de la, digamos, (vamos a llamarle) recuperación, no están distribuidos equitativamente. Cerca de la mitad de la mano de obra se encuentra hoy en situación de informalidad, e incluso muchos empleos formales no ofrecen una retribución suficiente como para ubicar al trabajador por encima de la línea de pobreza. El presidente no puede ignorar esa realidad o, en todo caso, no debería. Principalmente porque representa a una fuerza política que se autopercibe como nacional y popular, por lo que el sentido del argumento debería ser otro. Si no, nos estaríamos conformando con una suerte de nueva teoría del derrame. Es decir, dejemos que la clase media acomodada mejore sus condiciones, y de su bienestar desbordarán las mieles que alimentarán a los de abajo. Un delirio total. La prioridad absoluta debería estar focalizada en aquellos que no pueden esperar, en aquellos que más necesitan salir de la situación en la que están.
Como les decía al comienzo, no pienso plegarme al sainete opositor, me parece poco serio. Pero les confieso que estaba esperando algo más contundente, especialmente para el que pudo ser el último discurso de Alberto Fernández. Mucha cháchara para la Corte Suprema y ni una línea para Milagro Sala, mucha blableta en contra de la corporación mediática y ningún anuncio relevante. Dice el dicho tradicional: tanto gre gre para decir Gregorio”. Bueno, esta vez ni Gregorio se dijo. Si nada raro ocurre, e igual que Pasarella en el Mundial 98, Alberto va a morir con las botas puestas, en la suya. Pero cuidado, que el presidente no se confunda, moderado no es lo mismo que tibio, y es la tibieza la que signó su gestión, al menos la primera. Veremos más adelante si también fue la última.