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Opinión: «El desfinanciamiento a las universidades, un error de cálculo»


Por Diego Añaños - CLG

Por Diego Añaños – CLG

El ataque del gobierno nacional a las universidades abre un debate interesante. La forma en que se administran los recursos públicos, el modo en el que esa administración es auditada, la existencia de éxitos demostrables dentro del sistema científico tecnológico, la relevancia de la consolidación de la educación superior como un piso de ciudadanía en el marco de una sociedad profundamente desigual, etc. Evidentemente, el debate de ideas está en el ADN de la comunidad universitaria, y es parte del ejercicio cotidiano. Todos los que tuvimos la fortuna de haber sido atravesados por la Universidad, podemos dar cuenta del profundo impacto que produjo en nuestras vidas. De hecho por eso marchamos el martes pasado. Porque no sólo se trata de lo que la institución hizo en nosotros, sino de lo que esperamos que pueda hacer con los que vienen detrás. Porque de diversidad estamos hechos, y de esa diversidad nos alimentamos. Porque todos encontramos un lugar en un espacio poblado por multiplicidad de expresiones filosóficas, ideológicas y políticas. Es la universidad de Cristina y Kicillof, la de Alfonsín, de Miriam Bregman, de Pichetto, la de Martín Lousteau y Martín Tetaz, de Horacio Rodríguez Larreta, pero también la de Patricia Bullrich y Luis Toto Caputo.
Es precisamente por eso que esta marcha descoloca al presidente y a todo su equipo. Porque reproduce fielmente el ecosistema político universitario diverso y se desmarca de los clivajes tradicionales y de la lógica amigo-enemigo. La defensa de la Universidad Pública atraviesa horizontalmente a todas las expresiones políticas, y esfuma repentinamente la contradicción casta-anticasta. Al igual que dentro de nuestras aulas nuestros pasillos y nuestros bares, la marcha del martes integró a todas las manifestaciones ideológicas del arco político nacional, no sólo incluyendo a eventuales electores de Milei, sino también a muchos de los que acompañan y apoyan sus medidas de gobierno.

Lamentablemente, desde el oficialismo se intentó poner en foco en las expresiones partidarias de la marcha, pero el fracaso fue tan evidente, que ni desde los canales de la corporación mediática se atrevieron a defender la postura inflexible y absurda del gobierno. Ni siquiera el carácter pacífico ni la ausencia de incidentes (donde no hubo ni siquiera un detenido) consiguió aplacar los ánimos del presidente que, como suele acostumbrarnos, redobló la apuesta y desacreditó las multitudinarias movilizaciones alrededor del país.

Y es que el problema de Milei no es otro que el de cualquier mesiánico. Cuando alguien tiene la certeza de que es portador de LA VERDAD (con mayúsculas), siente que nada puede interponerse. Sin embargo, y como afirmaba el epistemólogo liberal Karl Popper (que debería ser considerado de lectura obligada para los buenos libertarios), la certeza es un acto privado. Es decir, yo puedo tener la certeza de que Dios creó al mundo, pero eso no significa que yo tenga razón. A lo sumo significa que honestamente, en el mejor de los casos, estoy convencido de algo. En este sentido, Milei puede tener la profunda certeza de que las universidades están mal administradas. Es más, puede creer honestamente que la mala administración es deliberada, fraudulenta, y atenta contra la Justicia Democrática. Pero las certezas privadas no constituyen una prueba, al menos bajo el reino del Estado de Derecho. Si el presidente sospecha que algo anda mal dentro del sistema universitario, debe hacer una denuncia ante la Justicia, y además conseguir los votos en el Congreso para que, a requerimiento de las cámaras, la Administración General de la Nación, realice una auditoría. En resumen, puede poner en cuestión la gestión de las universidades, pero bajo ningún punto de vista puede decidir discrecionalmente imponer un castigo presupuestario a través de la licuación deliberada de los recursos. En realidad puede, pero no debería, sin embargo lo está haciendo.

Daría toda la impresión de que el gobierno está cometiendo al menos dos graves errores. El primero es no prestar atención a las manifestaciones populares, especialmente cuando revisten un grado de masividad tan significativa como la marcha del martes. Dicen los buenos manuales de conducción política que siempre vale la pena prestar atención cuando la población se expresa tan claramente ante un acontecimiento. Nadie debería desestimar la relevancia que tienen cientos de miles de personas movilizados alrededor del país. El segundo error es no reparar en el hecho de que una cosa es plantar batalla contra la clase política, y otro muy distinto hacerlo contra la educación superior. La diferencia es simple: mientras que la casta (como le gusta llamarla al presidente), sufre un profundo proceso de deslegitimación, la imagen de las universidades goza de buena salud en la consideración popular. Probablemente el gobierno debería revisar las recomendaciones de Sun Tzu en “El arte de la guerra”, más precisamente aquella que decía: “Evita lo que es fuerte, ataca lo que es débil”. Por ahora es sólo un paso en falso, una mala elección acerca de qué batalla dar y qué batalla evitar. Veremos si el gobierno consigue salir del atolladero, porque además hay un error de timing: estamos a las puertas de la discusión de la Ley Ómnibus y pocas semanas del Pacto de Mayo. No parece ser el mejor momento para comprarse un problema innecesariamente y por tan poca plata.