Por Diego Añaños - CLG
Por Diego Añaños – CLG
Es muy difícil determinar hoy de qué modo pasará Alberto Fernández a la historia. Tal vez sea necesario que transcurra algo de tiempo para darnos la posibilidad de madurar un juicio definitivo. Algunos presidentes, como Néstor Kirchner, por ejemplo, se transformaron en una fenomenal sorpresa, dado que emergió de un proceso histórico trunco (la recordada renuncia de Carlos Menem a presentarse al balotaje en 2003), y sinceramente nadie esperaba demasiado del flaco desgarbado que llegó de la Patagonia. Para colmo de males, el pésimo gusto en la elección del corte de sus trajes, la ignorancia total del protocolo y las payasadas durante la asunción, no sumaban puntos para los buenos presagios. Los poderes fácticos de la Argentina estaban espantados, y lo sometieron a un inmisericorde interrogatorio en el que, además, le comunicaron cuáles deberían ser las directrices de su gestión. El asunto estuvo a cargo de José Claudio Escribano, el hombre fuerte en las sombras del diario La Nación. Según cuenta la leyenda Néstor Kirchner dejó claro que bajo ningún punto de vista aceptaría las condiciones que se le intentaban imponer. Inmediatamente, y desde la tribuna del diario, Escribano publicó uno de los artículos más recordados de la tradición política argentina: 36 horas de un carnaval decadente, en el que sin repetir, sin soplar, y sin ponerse colorado, emplazaba desembozadamente al ganador de las elecciones y anunciaba amenazadoramente: “Argentina ha decidido darse presidente por un año”. Y sin embargo, se reveló como un verdadero estadista.
Fernando de la Rúa, por otro lado, mostró la hilacha desde el principio. No había forma de imaginar otro destino que el del desastre. Todas las medidas que se tomaron no hicieron más que acelerar la crisis heredada del menemismo, y el final no tardó en llegar. Ya en la campaña se lo veía, perdido y distante, y el famoso spot donde casi en tono de confesión decía: “dicen que soy aburrido”, no era más que un advertencia de lo que se venía. Quedarán para la historia las confusiones televisivas (como la del programa de Marcelo Tinelli), y otros spots (“Qué lindo es dar buenas noticias”), donde anunciaba el principio del fin de los problemas argentinos casi exactamente un año antes de huir en helicóptero del gobierno. Digamos que en este caso, no hubo sorpresa.
Si bien es cierto que Alberto Fernández llegó a la presidencia de un modo absolutamente excepcional, de la mano de su propia vicepresidenta, siempre se había mostrado como un hombre fuerte. Sereno, calmo, reflexivo, dueño de un discurso potente, le había dedicado los años posteriores a su salida del kirchnerismo a intentar posicionarse por encima de la grieta. Abogado, docente universitario, con un gran recorrido político, conocía a la perfección todos los resortes de la administración pública por lo que, si bien no se esperaba una revolución, generaba expectativas de una gestión sólida. Una habilidad se destacaba por sobre las demás: tenía un manejo magistral de los medios de comunicación, una suerte de encantador de serpientes televisivo. Pero, para sorpresa de todos (o de muchos, al menos), se terminó transformando en una especie de caricatura de sí mismo, haciendo agua donde precisamente se suponía que era más fuerte. Sus patinadas comunicacionales serán sin duda una fuente inagotable de memes hasta el fin de sus días. Pero no podía irse pasando desapercibido. Recientemente declaró que si a Milei le iba bien, al país le iba a ir bien. A esta altura no sé si es sólo un error de concepto o una hijoputeada. Alberto debería haber dicho todo lo contrario: si al país le va bien, a Milei le va a ir bien. Así sí funciona la cosa. El presidente debería recordar, sólo por dar un ejemplo reciente, que a Mauricio Macri le fue estupendamente bien, y al país pésimamente mal.
Y ahora Milei. Un personaje absolutamente disruptivo, caricaturesco, imprevisible. Probablemente esté totalmente desquiciado, y sin embargo eso es lo menos importante. Lo fundamental es que sus políticas nos conducen a la debacle. No porque lo diga yo. Parafraseando a Fidel, no me echen la culpa a mí, échenle la culpa a la Historia. Porque es precisamente la Historia la que relata el fracaso del neoliberalismo. Y si nada cambia, sus políticas ya están escritas, y poco tendrán que ver con las promesas de campaña. El virtual copamiento por parte de Mauricio Macri de las áreas más sensibles del gobierno (Economía, Banco Central, Anses, Seguridad), presagia un giro copernicano en la matriz política del proyecto, un proyecto que murió antes de nacer. En sólo un par de semanas, pasamos de la Revolución Libertaria a la Restauración Conservadora. Del primer presidente anarco capitalista de la historia mundial, al segundo gobierno de Mauricio Macri. La lucha contra la casta se abandonó en pos de la gobernabilidad, y poco queda ya de aquel león que se llevaba todo por delante, llegó el tiempo de darle lugar al gatito mimoso.