Con motivo del Día de los Trabajadores, periodistas, fotógrafos y videastas de la AFP hablaron con hombres y mujeres con oficios en vías de desaparición, con frecuencia debido a las revoluciones tecnológicas.
Lavanderas en Quito, un oficio diluido en agua y jabón.
En una época de aparatos domésticos, Delia Veloz saca la mugre ajena sobre piedras ásperas en la lavandería pública La Ermita, en Quito.
A sus 74 años, es una de las últimas mujeres dedicadas a este oficio. Lo lleva haciendo cinco décadas.
En Los Andes, el agua helada parece clavarse como agujas en la piel. «No me gustan las lavadoras, no lavan bien. Con la mano se friega mejor».
Ella estrenó una de estas máquinas pero tuvo que venderla para pagar el velorio de su esposo hace dos años.
Si le va bien, en un mes gana 130 dólares, menos de la mitad de los 386 dólares del salario mínimo mensual.
En Quito aún funcionan cinco lavanderías públicas y gratuitas, que fueron construidas en la primera mitad del siglo XX.
Como los clientes escasean, Delia teme que su lavandería cierre en cualquier momento. Al final «han de quedar solo las piedras», afirma.
Escribientes en Bogotá, la última página de un oficio.
Candelaria coloca una hoja en blanco en su Remington Sperry. En cuatro décadas mecanografió miles de documentos. Es una de las últimas escribientes de Bogotá.
De 63 años, Candelaria Pinilla de Gómez insiste en ser llamada por su apellido de casada. Es la única mujer en ejercer este oficio a las afueras de un moderno centro de trámites de Bogotá.
Lo aprendió de su marido apenas llegaron a la capital en los años sesenta. Él «tenía finca pero la guerrilla lo sacó. En Bogotá me dijo: a aprender mecanografía (…) y ortografía. Me enseñó y se murió».
De traje sin corbata, los escribientes trabajan al aire libre, bajo un parasol, sentados en una silla de plástico y con una máquina de rodillo al frente.
Llegaron a ser indispensables. Escrituras, impuestos y compraventas pasaban por sus manos.
César Díaz, de 68 años, se precia de ser pionero de un oficio que terminó en «refugio» para pensionados que necesitan completar sus mesadas.
Trabajan de lunes a viernes y reciben menos de los 782.000 pesos (280 dólares) del salario mínimo. Tiempo atrás fueron perseguidos por invadir el espacio público pero lograron sobrevivir a casi todo, hasta que se impuso Internet.
El fotógrafo venezolano que se resiste a perder la magia del cuarto oscuro.
Con una cámara Olympus de hace medio siglo y una ampliadora de negativos que compró en 1980, el fotógrafo venezolano Rodrigo Benavides, de 58 años, dice hacer «magia» en el pequeño cuarto oscuro que improvisó en el baño de su casa.
Aunque el oficio con esta técnica está por desaparecer, para él la era digital no existe. «No me interesa para nada».
Sigue viviendo de revelar y ampliar negativos en blanco y negro. No pierde la fascinación cada vez que ve aparecer la imagen en el papel, poco a poco al contacto con los productos químicos.
«Siempre he buscado, busco y buscaré la economía de medios», resume Rodrigo, quien elogia las maravillas de su Olympus 35 SP, que usa película, no necesita baterías y es completamente manual.
A los 19 años, cuando estaba en Londres, donde compró la ampliadora, sintió «un centellazo» (como un rayo). Allí se convirtió en discípulo del Grupo f/64, un movimiento que defiende la fotografía pura, sin efectos.
Cree que la tecnología ha «trastocado» la imagen al plasmar «ficción». «Nos volvemos insensibles a la realidad, que es mucho más interesante que la ficción», defiende el fotógrafo nacido en Caracas.
Unas 400 de sus fotos recopiladas durante 30 años dan vida a un libro sobre los llanos venezolanos. Otras forman una torre de poco más de dos metros en la sala de su casa. «Son como hijos».
Rodrigo se define como un fotógrafo documentalista y compara su oficio con la extinción de especies. «Quizá sea el último rinoceronte blanco que queda», bromea.
Los portadores de agua en Kenia.
Ante la escasez de agua corriente en los barrios más pobres de Nairobi, Samson Muli gana para comer y sacar adelante a su familia como vendedor de agua de la barriada de Kibera.
Este hombre de 42 años, padre de dos niños, que de joven soñaba con ser empresario, lleva agua a carniceros, vendedores de pescado y a los restaurantes del mercado de Kenyatta.
Todos los días llena bidones de 20 litros, 15 a la vez. Samson compra cada bidón por 5 chelines (0,04 euros, 0,05 dólares) y los revende tres veces más caros, con lo que puede ganar hasta 1.000 chelines por día (8 euros). Lo justo para no pasar miseria. «Mis hijos pueden ir al colegio».
Pronto tendrá que encontrar otro modo de sustento. Con el esperado desarrollo de las infraestructuras, su negocio tiene los días contados.
Conductor de rickshaw en Calcuta.
Jadeante y empapado en sudor, Mohammad Maqbool Ansari conduce a pie su rickshaw por las calles bulliciosas de Calcuta, abriéndose paso entre la muchedumbre en los mercados y entre los coches en los embotellamientos.
Calcuta es una de las pocas ciudades del mundo donde los rickshaw forman parte del paisaje, pero su fin se acerca.
Haga calor o llueva a mares, Mohammad, de 62 años, transporta pasajeros ayudándose con la fuerza de sus brazos y piernas. Lleva haciéndolo cuatro décadas.
Para miles de conductores de rickshaw como él, es su único medio de subsistencia. «Si no lo hacemos, ¿cómo vamos a sobrevivir? No sabemos leer ni escribir», cuenta a la AFP.
Herencia de la colonización británica, los conductores de rickshaws no pueden competir con las bicitaxis, los taxis amarillos de Calcuta o las más recientes aplicaciones para empresas con vehículos con conductor Uber o Ola.
Después de un trayecto de una veintena de minutos, un cliente le ofrece un vaso de agua.
«Cuando hace calor, por un viaje que cuesta 50 rupias (0,60 euros, 0,70 dólares), pido diez rupias más. Algunos me las dan, otros no», dice Mohammad, secándose el sudor con un trapo sucio.
El fin de las luces de neón en Hong Kong.
El fabricante de luces de neón Wu Chi-kai es uno de los últimos artesanos que mantienen vivo el oficio en Hong Kong, una ciudad donde la oscuridad nunca es total gracias al resplandor de las luces encendidas las 24 horas.
Durante los 30 años de apogeo del negocio el neón llegó a definir el paisaje urbano con enormes paneles luminosos dispuestos horizontalmente.
La demanda de especialistas como Wu languidece con la creciente popularidad de las luces LED (de más fácil mantenimiento y respetuosas del medio ambiente) y las ordenanzas del gobierno de eliminar carteles antiguos considerados peligrosos.
Wu, de 50 años, trabaja con tubos de cristal que contienen polvos fluorescentes con varios gases como el neón y el argón, además de mercurio a baja presión, para crear colores.
En su taller, los dobla con un potente quemador de gas que alcanza los 1.000 grados celsius. «Ser capaz de torcer materiales de vidrio con la forma que yo quiero para después hacerlos brillar es muy divertido».
El trabajo no está exento de riesgos. Wu trabaja sin un visor de protección y se ha quemado y cortado varias veces.
Su padre utilizaba los andamios de bambús típicos de Hong Kong para instalar anuncios por toda la ciudad.
Aunque la demanda ha caído con respecto a la década de 1980, Wu cree ver un repunte en el interés por esta luz «más amable» y algunos de sus clientes le piden piezas para la decoración de interiores.