Opinión

Masculinidad y violencia: qué hacer para desanudarlas


Por Matías de Stéfano Barbero, doctor en antropología (UBA), miembro del Instituto de Masculinidades y Cambio Social, y de la Asociación Pablo Besson.

En un contexto en el que la violencia que ejercen los varones contra las mujeres dejó de ser algo naturalizado para transformarse en un problema que nos interpela como sociedad y donde se están discutiendo los alcances de una reforma judicial feminista, adquieren cada vez más relevancia la necesidad de conocer cómo se articulan masculinidad y violencia, y qué podríamos hacer individual y colectivamente por desanudarlas.

A partir de mi experiencia como miembro de la Asociación Pablo Besson (CABA), donde coordinamos grupos para varones que ejercieron violencia, y con quienes desarrollé una investigación que acaba de publicarse bajo el título «Masculinidades (im)posibles. Violencia y género, entre el poder y la vulnerabilidad» (Editorial Galerna), el papel de la violencia en la masculinidad empieza a ser relevante mucho antes de los hechos que los llevan a formar parte de los grupos. La violencia no sólo está presente a lo largo de sus historias de vida, sino que tiene un papel fundamental, fundacional, para sus masculinidades. Parafraseando a Simone de Beauvoir, hombre no se nace, sino que un «hombre de verdad» se hace, a través de la exposición a diferentes formas de violencia. Todo aquel niño que no se adecúe a lo que se espera de él en esta sociedad -y lo cierto es que difícilmente lo hacemos por voluntad propia-, sufrirá las consecuencias, en una lógica cruel que amenaza: «si no estás con la manada, te volverás su presa».

Como un privilegio que se paga por adelantado, la masculinidad se forja sobre el miedo a sufrir violencia, a la vergüenza y a la humillación, sobre la soledad, el secreto y el silencio sobre nuestras propias emociones, sobre el rechazo a todo lo que suponga una posición de vulnerabilidad. Como si tratara de un pacto amañado, entregamos parte de nuestra humanidad por una promesa de poder, que hoy más que nunca se cae a pedazos.

¿Qué implicaría política y socialmente considerar que el problema de la violencia masculina contra las mujeres puede vincularse al derecho de los niños a vivir sus infancias libres de la violencia que supone «hacerse hombre» en un mundo jerárquico, competitivo y excluyente?

Trabajando con varones que ejercieron violencia, vemos que la violencia masculina busca el poder, pero nace de la impotencia de quienes no lo tienen. Podemos considerar que la violencia no es la máxima expresión de un conflicto, sino que aparece ahí donde no hay lugar para construirlo. Porque en aquel pacto -y en todas sus renovaciones a lo largo de la vida- fuimos renunciando a esa parte de nuestra humanidad que necesitamos para construir un conflicto y resolverlo sin violencia: la palabra, las emociones, la incertidumbre, la posición de vulnerabilidad, el considerar al otro -la otra- como alguien con quien podemos hacer algo más que someter o ser sometidos.

Preguntarnos sobre los pasos que debemos dar en el camino hacia un mundo libre de violencia, implica necesariamente preguntarnos cómo se produce y reproduce la violencia en nuestras comunidades, cuánto de ella tiene que ver con el género, cómo se vinculan el sufrir la violencia y el hacerla sufrir, cuánto de la violencia nos habla del poder, pero también de la vulnerabilidad, si confiamos en que las personas pueden hacerse responsables de sus actos, cambiar y reparar el dolor cuando sea posible, y si podemos devolverles un lugar en nuestras comunidades.

De las respuestas que tengamos para esas preguntas dependerá si nos alejamos o acercamos a ese otro mundo posible que insistimos en construir.