Por Silvina Ramírez Gelbes
Cuando mi abuela Carola nos invitaba «a todos» a almorzar en su casa el domingo, ninguna de sus tres hijas ni de sus cinco nietas se sentía excluida. ¿Qué nos ha pasado desde entonces?.
La lengua es eminentemente ideológica. Es un espejo de la sociedad. Y es que toda persona está atravesada por su lengua. Atravesada en el sentido de que piensa con su lengua y se expresa con su lengua. Aun cuando no nos demos cuenta, la lengua nos moldea y moldea nuestro mundo. Vemos a través del cristal que ella misma nos asigna.
Creemos que hay unos diez colores (aunque percibimos miles de matices) y que un abuelo es simplemente abuelo (aunque en sueco se distinga el abuelomaterno del abuelopaterno). Para formularlo de modo más sencillo, la lengua nos ofrece un abanico limitado de posibilidades que, a menos que nos pongamos a reflexionar sobre el asunto, tomamos como dado. Como el único posible. Por ejemplo, que mi abuela nos incluyera a nosotras en su «todos».
Si bien es cierto que en los ámbitos académicos el tema no es nada nuevo, la discusión sobre el género y la lengua ha estallado en nuestra sociedad hace apenas unos meses. Pero ¿de qué género se trata?
Se han puesto en diálogo dos tipos de género: el género gramatical y el género social. El género gramatical corresponde a ciertas clases de palabras (el sustantivo, el pronombre) y en español puede ser femenino o masculino. Por esa misma dualidad, cuando el género gramatical alude a seres sexuados, los ubica en una categoría binaria. El género social, por su parte, se refiere a la categoría sociocultural que se relaciona con las identidades y los comportamientos de los sujetos. Suele asociárselo con los estereotipos.
Como muchas otras lenguas, el español es androcéntrico. Fueron hombres quienes hicieron las gramáticas y desarrollaron los diccionarios. Fueron hombres quienes tuvieron el poder para establecer las políticas públicas relacionadas con la lengua. Fue su expresión la que quedó cristalizada como abarcadora.
La cuestión es que el género social de nuestro tiempo ya no acepta el androcentrismo lingüístico tradicional. O no acepta la estereotipia binaria que el género gramatical le impone. Entonces, ni el masculino genérico ni el femenino a secas interpelan a la generalidad.
Desde los ámbitos prescriptivos –que son conservadores por definición–, se ha dicho que no hay necesidad de cambio. Que es una fantasía elucubrar que un cierto colectivo minoritario pueda impulsar semejante transformación de manera deliberada. Que el «todos» de mi abuela Carola es suficiente y no hace falta crear un «todes» ajeno a la lengua española. Y que tampoco hace falta decir «todas y todos». Ni usar equis –»todxs»– ni arrobas –»tod@s»–, que son formas impronunciables.
Tal vez tengan razón. Pero hay quien siente la ambigüedad de «todos» –¿solo ellos o ellos y ellas o ellos y ellas y quienes no se reconocen ni en femenino ni en masculino?–. El tiempo dirá si surge o no un género neutro en la gramática. En todo caso y por el momento, hay géneros sociales que están pujando por sentirse representados.
(*) Directora de la Maestría en Periodismo de la Universidad de San Andrés.