Por Diego Murzi, sociólogo (Idaes-Unsam/Conicet)
En la heterogénea nueva normalidad deportiva, la NBA está demostrando ser la liga que mejor supo administrar la convivencia con la pandemia.
En abril, con media humanidad confinada, se lanzó el documental «The Last Dance», que recrea la temporada 1997/98 de Michael Jordan y los Chicago Bulls. Éxito de crítica y de público, la serie actualizó la figura del mayor ícono deportivo global de EE.UU. y generó que viejos partidos de la NBA coparan las señales televisivas huérfanas de competencias en vivo. La gestión del pasado revisitado como novedad.
En agosto, haciendo carne el mantra capitalista de la crisis como oportunidad, la liga ideó su regreso dentro de un parque de Disney, empresa dueña de ESPN, a su vez el principal socio televisivo de la NBA. Conformada por hoteles, canchas y espacios de ocio artificiales que los jugadores sólo pueden abandonar en caso de fuerza mayor, la «burbuja» de Disney es una suerte de Truman show deportivo. Un no-lugar dentro de otro no-lugar. Acaso quizás la pandemia concretó la idea que la FIFA ya había imaginado para Qatar 2022.
Bajo el lema Whole new game la NBA post Covid-19 propone respuestas a la pregunta que todos los deportes se hacen hoy: ¿cómo lograr un espectáculo atractivo sin público en las tribunas? Así, perfeccionó la figura del hincha virtual, con tribunas-pantallas ocupadas por fanáticos reales que alientan desde sus casas. Para no sacrificar la idea de multitud, habilitó en su web el registro de aplausos virtuales que resuenan en los partidos según la cantidad de clicks que cada equipo reciba. Las canchas, lejos del estadio-templo con sus marcas locales, son lugares despersonalizados que se customizan digitalmente según el equipo que haga de local, como un centro de convenciones o un salón de fiestas. Con nuevas cámaras, estadios neutros y sonido enlatado, esta NBA tiene mucho de la estética de su propio videojuego. Paradoja borgeana del nuevo deporte: lo real imitando a la imitación.
Pero la mayor novedad de la nueva NBA no es deportiva, sino política. El movimiento Black Lives Matters (Las vidas negran importan) se convirtió en consigna oficial de la liga, traducida en camisetas, publicidades y gestos que desafían la histórica apoliticidad del deporte profesional.
Hay una respuesta atribuida a Jordan al ser cuestionado por no comprometerse socialmente: «los republicanos también compran zapatillas». La cita -que titula un libro del periodista Clay Travis cuyo subtítulo es «Cómo la izquierda arruina el deporte con la política»- resume la obsesión de MJ con el dinero, pero también ilustra al modelo de jugador exitoso de los años 90′: individualista, inaccesible, descomprometido. Si en los 80′ las estrellas NBA buscaban parecerse al hombre común (Bird), en los 90′ a estrellas de Hollywood (Jordan) y en los 2000 a raperos (Iverson), los LeBron o Curry de hoy incorporaron la conciencia social como marca de época.
No es casualidad que la NBA abrace el Black Lives Matters: el básquet es el deporte afroamericano por excelencia, en un país donde el racismo es una forma de organización social. La desigualdad racial se expresa en todas las variables socioeconómicas: empleo, salud, educación. Basta repasar la biografía de grandes jugadores (James, Durant, Wade, Wall por citar algunos) para observar lo difícil que es ser joven y negro en EEUU.
A partir de sus innovaciones tecnológicas, sus protocolos sanitarios, su gestión de la nostalgia y su compromiso social, esta nueva NBA, distópica pero a la vez fuertemente conectada con las agendas sociales y políticas, se impone como faro para analizar el deporte de la nueva normalidad.