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La cárcel del Fin del Mundo, o el infierno en la nieve


Especial para Con la Gente Noticias por Ezequiel Desmond desde Ushuaia

Las celdas eran chicas, cerradas, frías y lúgubres, con pisos de madera y paredes construídas en piedra. Las puertas de las celdas, de madera, apenas si tenían un agujero por donde el guardia miraba lo que sucedía en el interior. De aquella cárcel del Fin del Mundo, de la Penitenciería de Usuhuaia, solo queda el edificio y la historia. La historía de una prisión de máxima seguridad en el medio del frío y de la nada, por la que pasaron célebres asesinos, como Cayetano Santos Godino, más conocido como “El Petiso Orejudo”, o revolucionarios como el anarquista Simón Radowitzky, acusado de ponerle una bomba al jefe de la Policía Federal.

El 3 de diciembre del año 1912 El Petiso Orejudo cometió el último de sus crímenes: mató al chico Gerardo Giordano, de tres años. Le pidió que lo acompañara a comprar caramelos, después le ató las manos y le enrrolló una soga al cuello. El despiadado y morboso asesino contempló, extasiado, como el chico moría desesperadamente; después buscó un clavo y una piedra y antes de que la pobre víctima lanzara su últino estertor, le hundió un clavo en el parietal derecho.

En su morbosidad fatal, el Petiso Orejudo, como corolario a tantos otros crímenes, fue al velorio, se acercó al cajón y le puso una mano en la cabeza a la pequeña víctima y después salió corriendo. Y esa fue su úiltima barbaridad perpetrada contra un ser humano, porque la policía lo detuvo al otro día. La penitenciaría de Ushuaia, la cárcel del Fin del Mundo, lo tuvo entre los presos más famosos, crueles y peligrosos. Como no podía controlar su naturaleza asesina, allí mató a un gato.

La vida en la cárcel era durísima, no solo por la hostilidad del clima, sino porque cuando se la construyó (tarea que hicieron los mismos presos) Ushuaia era un lugar inhóspito. Estar en las celdas era lo de menos, lo terrible era salir al bosque a talar árboles y juntar piedras en medio del frío que hacía crujir los huesos.

El día a día en aquel presidio era monótono y riguroso. Por la mañana los presos eran llevados al bosque en un tren con vagones descubiertos y allí realizaban la tarea de talar árboles y juntar piedras para la construcción no solo de la propia cárcel, sino de algunas edificaciones de Ushuaia. El regreso, un recorrido de 12 kilómetros aproximadamente, era a pie, a menudo entre la nieve y la lluvia.

Un preso, Santiago Vaca, escribió en sus memorias: “Solo recuerdo que hacía mucho frío, los árboles se congelaban y el hacha rebotaba como si estuviéramos golpeando una barra de acero. Es mentira aquello de que para que el frío se pasara había que mover el cuerpo. Nada podía sacarnos el frío. Las manos se congelaban y a la hora ya no sentías los pies. En realidad, estaban semicongelados. Los momentos más felices eran cuando salíamos o regresábamos al presidio”.

La cárcel fue pensada para que hubiera un preso por celda, pero en épocas de superpoblación llegó a haber dos prisioneros por celdas cuyas dimensiones no eran mayores a 1,50 por dos metros.

Escapar era poco menos que un suicidio. Quien lo lograba, moría a las pocas horas por el frío y el hambre, o era recapturado, como sucedió con Radowitzky, quien logrando huir con la ayuda externa y complicidad de un guardia cárcel, fue atrapado en el mar por guardias chilenos.

La cárcel dejó de ser tal en el año 1947, por orden del presidente Juan Domingo Perón y en razón de los vejámenes a los que eran sometidos los presos. Hoy es un museo, pero se conserva un pabellón histórico, tal como era entonces, un tanto derruído.

Recorrer aquella prisión, hoy, es imaginar el mismo infierno al que descendían los delincuentes más peligrosos. Un verdadero infierno en el hielo y en la nieve.

Al pie de la nota el lector podrá apreciar imágenes del museo del presidio, es decir uno de los pabellones transformados en testimonio y un pabellón tal cual se encontraba entonces.