A las 8.15 del 6 de agosto de 1945, Estados unidos arrojó una bomba atómica sobre la ciudad japonesa de Hiroshima. El Enola Gay arrojó su «Little Boy», causando más de 100 mil muertes en apenas nueve segundos.
Recién entonces, Japón aceptó firmar su rendición incondicional y así ponerle fin a la Segunda Guerra Mundial. La bomba mató de manera inmediata a entre 60.000 y 80.000 personas, que fueron 135.000 al final y sin contar las muertes y otras enfermedades como secuelas de un ataque atómico.
Este martes se cumplen 74 años de esos actos de guerra con que el presidente Harry Truman y los militares estadounidenses buscaron acelerar el fin de la guerra y “evitar” más muertes, según algunas versiones. Otras dirán que “apenas” fue un test nuclear para comprobar el poder disuasivo de la potencia frente a otros archienemigos de entonces como la ex Unión Soviética.
El origen se le atribuye a una carta enviada por Albert Einstein a Franklin D. Roosevelt (presidente de Estados Unido en agosto de 1939). Hablaba de una nueva bomba, extremadamente poderosa, desconocida. La capacidad de destrucción de esa bomba era inimaginable. En manos de Adolf Hitler, podía ser muy peligrosa.
Roosevelt, tras leer la carta, puso en marcha el Proyecto Manhattan, con seis mil dólares de capital inicial. La clave estaba en la fisión nuclear. Los científicos estadounidenses tardaron dos años en convencerse de la posibilidad de crear un arma atómica. Comunicado el dictamen a Roosevelt, éste le asignó al proyecto un presupuesto considerable.
El Proyecto Manhattan era confidencial. Muy poca gente sabía de él. Roosevelt y unos pocos más. Dentro de los que no sabían estaba Harry S. Truman, vicepresidente de Roosevelt, y presidente de Estados Unidos a la muerte de éste.
Con Alemania derrotada y Japón muy debilitada, muchos de los implicados expresaron su reticencia al uso de la bomba, dado su poder destructor. Ellos trabajaban en oposición a Hitler. Se había disipado el temor a que él dispusiera la bomba antes que ellos y sojuzgará al mundo. Se tenía la certeza de que Japón no contaba ni con los recursos humanos ni científicos para crear un arma similar.
Se sugirió un plan alternativo. Convocar científicos japoneses y veedores imparciales para hacerles una demostración en algún punto despoblado. Esa demostración debía tener, sostenían, la suficiente fuerza persuasiva para obtener la rendición japonesa. La idea no tuvo aceptación.
De todos modos, la prueba se hizo. Fue el 16 de julio de 1945. Fue en Alamogordo, Nueva México. Robert Oppenheimer, otros científicos y mandos militares se ubicaron a 9 kilómetros del lugar en el que la bomba haría impacto. La explosión los sobrecogió. Por unos segundos quedaron cegados. El estruendo fue aterrador.
Hasta último momento no se había decidido sobre qué ciudad el Enola Gay lanzaría su carga mortífera. Había cuatro posibilidades: Kokura, Hiroshima, Niigata y Kyoto. La primera opción había sido Kyoto.
Eran las 8.15 del 6 de agosto de 1945. El último minuto de una era. Sesenta segundos después comenzaba la era atómica. Con la muerte instantánea de más de cien mil personas. Cien mil muertos en nueve segundos. El setenta por ciento de las viviendas absolutamente destruidas. Sesenta mil heridos de gravedad. La gran mayoría de ellos murió en los días y meses subsiguientes como consecuencia de la explosión atómica.
Tres días después, el 9 de agosto, Estados Unidos también lanzaba otra bomba para doblegar a Japón, esta vez sobre Nagasaki: entre 40.000 y 50.000 seres humanos murieron en las primeras horas del ataque y con el correr de los días.