Por Laura Rodríguez Machado. Senadora nacional del PRO por Córdoba.
En el mundo hay que competir. Esto, lejos de asustar, debería llenarnos de entusiasmo. Es que nuestro país tiene muchas y muy buenas ventajas comparativas como para hacerlo extremadamente bien. Si nos sacudimos la visión pobrista y estatista, podemos soñar con ser un país próspero y líder de la región.
Ahora bien, no se puede correr una maratón con una mochila de piedras en la espalda. En este sentido, un sistema impositivo competitivo, es aquél que evita que la presión fiscal golpee los bolsillos de la gente y, al mismo tiempo, plantea límites claros con empresas e inversiones.
En el mundo globalizado de hoy, el capital puede moverse con facilidad. Las empresas pueden elegir invertir en un gran número de países, buscando siempre los mejores retornos. Esto implica que buscarán hacerlo donde las tasas impositivas sean más bajas, porque quieren -es lógico- maximizar sus beneficios después del pago de impuestos. Si los impuestos son muy altos, las inversiones se van a otra parte.
La Argentina gobernada por el kirchnerismo es el país con mayor presión impositiva de la región. De esta manera, lamentablemente consigue ahuyentar inversiones que generan trabajo, aumentos de capital, salarios y crecimiento socioeconómico.
Sin ir más lejos, en 2020, con la suma y suba de impuestos – entre ellos el recargo del 30% sobre la compra del dólar ahorro y el aumento de Bienes Personales- la presión tributaria del Gobierno Nacional creció 1,3 puntos y llegó casi al 24,7%. El Gobierno de Cambiemos recibió este indicador en el punto más alto de los últimos años -25,8% en 2015- y, con esfuerzo, logró bajarlo a en torno al 23%, gracias a modificaciones impositivas como la reducción de retenciones a las exportaciones.
¿Fue suficiente? Para nada, pero siempre tuvimos claro que el horizonte era necesariamente el de bajar los impuestos. Para ello, había que atacar la matriz del problema económico argentino: un gasto público inviable, histórico y sistemático, que devora empresas desde hace décadas y debe pagarse con recesión, inflación y deuda.
A diferencia de esto, el kirchnerismo, como todo populismo, sacrifica el ahorro y la inversión por el consumo. Quema en la hoguera del presente las posibilidades de un futuro mejor.
Además, ve en el aparato productivo una suerte de ganado al que «pasa a cuchillo» para solventar las necesidades del Estado, que se confunden ilegítimamente con las necesidades del Gobierno y las del Partido.
En este sentido, el gesto de modificar ganancias (sin subir Ingresos Brutos), que promueve el oficialismo, no es más que una burbuja hipócrita en medio de la segunda ola del tsunami económico. Un acto oportunista y de puro efecto para intentar disfrazar lo evidente: el kirchnerismo siempre genera más impuestos y más regulaciones para el sector productivo.
No sólo aumenta el gasto, sino que, además, gasta mal: porque ese consumo se desvía en la corrupción sistemática, en la lubricación de la burocracia, en el copamiento militante de todos los niveles del Estado, y en el fortalecimiento de grupos de presión que atentan contra el sistema productivo, la República y la democracia.
El gesto fiscal de ganancias que está llevando a cabo el oficialismo: la modificación de piso de ingreso al sistema, es como un ramo de flores de un Estado golpeador. Con esa medida trata de mostrar una cara razonable, cuando la realidad es muy distinta.
Cada aumento de presión fiscal es un golpe de puño a los argentinos, que ahora se pretende suavizar con esta modificación. Desde la oposición la hemos votado favorablemente, porque nuestra filosofía es la de bajar impuestos.
Lo cierto es que, tanto los trabajadores como los empresarios, saben que dicha medida no es más que un paréntesis y que, la naturaleza del kirchnerismo, es seguir golpeando a quienes trabajan y producen.