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Aniversario

Eva Perón, la construcción de un mito que cumple 100 años


Por Ricardo Ríos / Télam

Dioses o personajes fantásticos no son los protagonistas únicos de acontecimientos asombrosos que dan origen a un mito. También personas de carne y hueso protagonizan hechos de tanto valor moral, en parte o en la totalidad de sus vidas, que la muerte los proyecta de un envión a la mitología.

María Eva Duarte de Perón se inscribe en esa categoría, en la de los personajes históricos que dejan huellas tan grandes que hacen ocioso cualquier intento de buscar una explicación enteramente racional para los actos que los convirtieron en mitos. Por eso son lo que son.

Desde el sentimiento del pueblo peronista, a Evita no puede vérsela de otra manera que como un ícono sin tiempo de la solidaridad y de la entrega absoluta a favor de los más desprotegidos.

Fuera de esos límites, su figura puede cosechar admiración o rechazo, pero nunca indiferencia. Como predijo el poeta, «Evita siempre vuelve» y es millones: libros, ensayos, obras de teatro, películas, canciones, imágenes, grabaciones con sus encendidos discursos, son algunas formas de su permanente retorno.

Pero ninguna de esas manifestaciones supera la sensación de gratitud que todavía persiste entre aquellos que gozaron de su mano tendida cuando nada tenían; un fenómeno que trasciende al peronismo, y que el paso del tiempo no ha logrado socavar, ni aún a 100 años de su nacimiento.

Cuando una figura de la talla de Eva Perón tiene la vigencia que ella alcanzó, se impone considerar el contexto en el que empezó la construcción del mito; pocos años de actuación pública, no más de ocho desde que conoció a Perón en 1944, y seis desde que el General llegó a la Presidencia de la Nación, la colocaron en ese lugar reservado sólo para los elegidos.

La irrupción potente de esta singular mujer argentina no fue obra de la casualidad, sino de la causalidad. Había injusticia latente en millones de hogares de la Argentina, fruto de la Década Infame. Y serían un coronel tan lúcido como ambicioso y una mujer de extraordinaria sensibilidad social -dispuesta a cualquier sacrificio- a quienes les tocó liderar el cambio de época.

Un cambio que, según se lo mire, significó para unos la consagración de la justicia social, y la degradación de las formas democráticas de un país, para otros.

En cualquier caso, el mérito distintivo de Eva Perón fue que para cada una de las realizaciones que llevó adelante como dirigente política apeló siempre a su origen humilde al momento de darles forma y contenido. Esa conducta quedó impresa como un grabado, sea en sus luchas por los derechos cívicos de la Mujer, o para que se estableciera la igualdad jurídica en el matrimonio y la Patria Potestad.

Fue una política astuta, impetuosa sí, agresiva también, pero con una capacidad intuitiva única. Brillaba en la tribuna, en la CGT o en un banquete con estadistas europeos: desde cualquier lugar que se observe el fenómeno, hay que conceder que «Evita» no llegó a ser la principal colaboradora de Perón por ser su esposa o la Primera Dama.

El cargo de vicepresidenta, al que debió renunciar (por imposición de su propio marido, entre otros factores) fue un clamor popular, no la imposición de una componenda política de la que ella resultaría beneficiaria.

Su muerte produjo un dolor popular de tal magnitud que el solo recuerdo del suceso reflota una sensación de desasosiego. También el «cóndor» que volaba alto, como Eva sabía definir a Perón, quedó con su desaparición herido en un ala.

No desaprovecharían los adversarios de Perón esa debilidad objetiva del líder del justicialismo, que había perdido a su mejor discípula.

Oprobioso, macabro. Quizás dos vocablos posibles para darle un nombre a lo que la llamada Revolución Libertadora perpetró con el cadáver de Eva, al que ultrajaron de las peores maneras para ver si lograban despojarse del miedo que les provocaba lo que pudiera hacer un cuerpo embalsamado.

La decisiva actuación de la Iglesia, llevándose los restos de manera incógnita a un cementerio italiano, puso un corte a tanta vileza.

Ni las manipulaciones del cadáver, ni otras tantas maniobras oscuras que vendrían luego, lograron que declinara la devoción de aquellos que veían en ella a su «abanderada». Los mitos no son maleables.