Opinión

Por Carlos Duclos

En la felicidad de la persona influye directamente el gobernante


Por Carlos Duclos

En el fondo, o no tanto, el sentido de la vida es ser feliz. Ese es el fin último de la persona. Todos los demás sentidos conducen, o deben conducir, a ese que es culminante. El trabajo, la empresa, la profesión, el alimentarse, el sexo, el ocio, y todos los pensamientos, palabras y acciones del ser humano son medios que deben conducir al propósito sublime de la felicidad.

El hombre, (el hombre -masculino y femenino- como lo entiende inclusivamente la lengua española, sin necesidad de mayores aclaraciones respecto del género al que se refiere), se forma en sociedades que son conducidas por líderes (en Argentina inexistentes) o dirigentes (en Argentina pésimos) que tienen como fin último lograr que todos y cada uno de los que conforman la sociedad sean felices. La felicidad del pueblo debe ser el propósito de todo conductor, de todo gobernante. Sabemos que en el mundo eso no se produce, porque como decía Rousseau el hombre nace bueno, inocente, con tendencia al bien, pero las circunstancias a menudo lo pierden. A veces los genes ayudan.

Si en el mundo ese ideal no existe, en Argentina el panorama es peor, pues muchos gobernantes, por acción u omisión, por imbecilidad o falta de talento, por mezquindad, interés o fanatismo, sumergen a la persona en la más cruel angustia. Si los ángeles existen y si hay un Reino de los Cielos, los espíritus celestiales deben pensar que algunos argentinos se merecen ser condenados por crímenes de lesa humanidad, porque disponiendo de tantas riquezas naturales y recursos, que existan millones de pobres, hambrientos y chicos desnutridos, es mucho más que una inmoralidad. Y esto es histórico, lectores. De modo que no se pongan contentos los dirigentes de uno y otro signo, porque todos, en más o en menos y salvo honrosas excepciones, han hecho honor a la pertenencia a esa casta de políticos que se llenan la boca de palabras, como “democracia”, pero que no la digieren con sus acciones.

Un presidente, un gobernador, un intendente, un legislador, necesitan una condición prioritaria, ineludible para serlo: ser sabio. Sabio no es quien ostenta un estudio, un título, un coeficiente intelectual alto o una ilustración elevada; sabio es quien ama al prójimo y que por amor a ese prójimo se dispone a trabajar para su felicidad. Para ello, se reúne de personas buenas que saben aquello que él no conoce, que pueden hacer lo que el comprende que debe hacerse y que por sí solo no puede. Sabio es el gobernante que entiende que el sentido de cada vida es la felicidad y que debe hacer lo necesario para consumar ese noble propósito.

Lamentablemente, no se puede ser sabio si no se es sensible; no se puede ser sabio si se es duro de corazón, mezquino o psicológicamente disminuido. No se puede ser sabio si se tiene más amor por el oro que por el destino humano.

Ahora…, para que haya gobernantes sabios, aparece como necesario un pueblo mayoritariamente sabio; un pueblo que deje de elegir con sus emociones y deje que la razón actúe. Para que haya gobernantes sabios, es necesario un pueblo informado, no esclavizado por los medios interesados; un pueblo que conozca a los candidatos no por sus palabras, sino por sus acciones en el curso de su vida; un pueblo que esté decidido a la felicidad. A veces, para lograrlo, es necesario ir contra los representantes de las propias convicciones si ellos no están a la altura.

Se puede dar muchas vueltas al asunto, pero la mayoría de las angustias sociales y personales provienen de la ausencia de gobernantes sabios que impiden con sus actos la felicidad de todos y cada uno. Desde una enfermedad, contraída por contaminación ambiental, hasta la pobreza y el delito, hay un abanico de situaciones que afligen a la persona porque el gobernante no hizo bien las cosas. Un abanico que espanta a la felicidad.