Por Carlos Duclos
Por Carlos Duclos
“¿Doctor, es usted creyente?”, le pregunto al profesor doctor Gonzalo Bulacio, un reconocido neurocirujano, culto y erudito casi como una enciclopedia. “Sí”, me responde, y añade: “Pero no soy de ir a la iglesia”. Mi interés por la cuestión central de la existencia humana (en cuanto a lo que yo creo que tiene de central) corre enseguida hacia otra pregunta: “Usted ha abierto muchas cabezas, ha intervenido quirúrgicamente a muchas personas, ha visto cientos de cerebros ¿dónde está el asiento del alma humana? ¿Hay alma?” La respuesta de este médico con toda una vida (y con lo que todo ello significa) no se hace esperar. “Creo en que al morir el alma retorna al todo, de donde vino y al que pertenece”.
La respuesta de Bulacio, un gran profesional y hombre excepcional, tranquiliza esta ansiedad mía, esta sed de respuestas que en un momento de la conversación me hace decir: “Sin Dios, sin trascendencia el sentido de la vida está incompleto”.
Para Bulacio, y yo lo comparto, hay conocimientos que solo pueden obtenerse por medio del misticismo, porque la ciencia -dice- es limitada. Luego, me recuerda al gran filósofo Kierkegaard quien decía que aún frente a la muerte, en el último aliento, elegirá creer, elegirá no perder la fe.
La libertad y la angustia
Kierkegaard, recuerdo de paso, decía que el problema de la angustia humana está en gran parte en su libertad. A cada momento, a cada instante, el hombre toma decisiones (libre albedrío) que lo angustian porque tales decisiones no lo completan ni resuelven todos sus problemas. La angustia, para el ser humano pensante y profundo, proviene de darse cuenta de que es único responsable de sus actos y que ellos determinan los efectos que modelarán su vida (y la de otros) y que una decisión puede traer consecuencias no deseadas. La persona está sola en el juego de la vida, sola con su libertad que tiene efectos limitados. En ese punto, determinante, encuentra la fe como un camino que lo lleva hacia donde su libertad no puede. Es decir, que el ser humano no tiene más remedio para salvarse que dejarse caer en las manos de Dios.
Un psiquiatra y terapeuta excepcional, Viktor Frankl, con una vida plagada de sufrimientos y libertades, como que fue prisionero en los campos de exterminio nazi donde fue asesinada toda su familia y se salvó dando nueva vida a su existencia formando otra familia y dándole al mundo enseñanzas excepcionales, decía que con frecuencia el ser humano no puede determinar las circunstancias, pero es libre para tomar actitudes frente a ellas. Es cierto, el poder de la mente es tal que hasta buena parte del destino de la persona puede dirigirse por obra y gracia del poder mental. Pero buena parte, no todo el destino. Y esa parte que no puede moldearse a nuestro gusto, esa parte que no puede alcanzarse suele determinar la tristeza del ser humano.
La fe como apaciguadora de la angustia
Ese porcentaje de la vida que el hombre no puede dominar (un porcentaje que es variable según el desarrollo mental de la persona y sus conocimientos) necesariamente le corresponde a la fe, a ella debe ser entregada.
Parece una premonición, pero el primer acto del ser humano cuando sale del cálido y acogedor vientre materno es llorar. Sale a este mundo desde el templo que lo protege y llora. El interrogante, cuya respuesta queda en manos de un psicólogo sabio, es si ese llanto se acaba o si vive latente en el subconsciente y despierta cada tanto.
El concepto de Kierkegaard sobre que “la angustia es el vértigo de la libertad” y quien se arrojaba a la calma de la fe, está íntimamente vinculado con las palabras de Jesús: “en el mundo tendrán que sufrir, pero tengan valor, Yo he vencido al mundo”. Léase de este modo: la vida implica sufrimiento que puede ser vencido por el hombre, pero aquella porción del sufrimiento que el ser humano no puede dominar queda en manos de la fe, del Gran Orden Espiritual.
En general la angustia es un efecto de la conducta humana
Para terminar esta breve reflexión, volvamos a repetir lo tantas veces dicho y escrito: en estos tiempos (más que en otros) la angustia está determinada en un ochenta por ciento por la acción negativa del hombre: injusticia social, enfermedades producidas por contaminación, guerras, violencia, adicciones, delitos, violación permanente del orden natural, etcétera. Lamentablemente, hay un poder que actúa sojuzgando a la población mundial y ahogándola en la aflicción, pero esta no alcanza a tomar conciencia de lo que sucede. Por ejemplo: suele decirse en cuanto a los millones de muertos en los campos de exterminio, “¿por qué Dios permitió eso?” Es que Dios no lo permitió, lo permitieron los hombres que no detuvieron a los criminales cuando debieron hacerlo (fuerzas aliadas). Dios no permite la muerte de un niño por hambre, ni en un hecho de tránsito, lo permiten y lo hacen posible los hombres con sus actitudes desaprensivas ¿Acaso Dios permite el narcotráfico que tantos males causa? El hombre goza de libre albedrío, no es un ente controlado por la divinidad, lo que sucede es que hace un pésimo uso de ese libre albedrío arrojando a la angustia a millones de seres (humanos y animales). La soledad, un mal que se extiende a lo ancho y largo del planeta, no es otra cosa que el efecto de la cultura materialista, individualista y aberrante que un poder oscuro ha establecido y que gran parte de la humanidad acepta.