Por Mariana Piccinelli, doctoranda en Historia, profesora de la Cátedra de Historia de Estados Unidos de América, Facultad de Filosofía y Letras (UBA)
La muerte de George Floyd el mes pasado en Minneapolis y las múltiples protestas que se desarrollaron a lo largo de todo el país trajeron nuevamente a la escena la cuestión racial en los Estados Unidos. Numerosos medios locales -que no dudan en mirar hacia otro lado cuando ocurre un hecho de violencia racial en la Argentina- remarcaron asombrados la escala que tomó el episodio, y el hecho de que no se había visto «algo así» desde 1968.
Lejos de ser algo que recrudece de vez en cuando, lo cierto es que la relación de los afroestadounidenses con el sistema policial y penal ha sido fuerte y constantemente conflictiva, desigual y violenta. Hay algunos sucesos que resaltan por su difusión masiva y los intensos reclamos que provocaron. Y para eso no hace falta remontarse a 1968. Sólo basta con recordar los disturbios de Los Ángeles en 1992 desencadenados tras la absolución de cuatro policías blancos que habían matado brutalmente al taxista afroestadounidense Rodney King un año antes.
O las más recientes protestas de 2014 que sucedieron a la muerte de Eric Garner en la ciudad de Nueva York, y culminaron con la muerte de Michael Brown en Ferguson, Missouri. Sin embargo, al observar algunos números importantes nos damos cuenta que la violencia hacia la comunidad afroestadounidense no es esporádica, sino permanente y estructural.
El Pew Research Center informó hace unos días que, según las cifras que surgen del sistema penitenciario, en el año 2017 los negros constituían el 12% de la población nacional, pero representaban el 33% de los prisioneros -y esto considerando sólo las personas que tenían sentencia mayores a un año. Más impactante aún son las tasas de reclusión: para el mismo año, se registraron 1.549 presos cada 100.000 habitantes negros, pero sólo 272 blancos cada 100.000 fueron encarcelados.
Esto nos lleva a pensar en una situación de violencia racial estructural, que no depende del accionar de policías o jueces específicos, sino que está enraizada en lo más profundo de la sociedad. Como dice la especialista Valeria Carbone, el racismo -entendido como sistema de creencias y actitudes que otorgan especial importancia a las diferencias raciales asignando a ciertas personas a una categoría inferior- adquiere poder cuando se institucionaliza y permite la subordinación y explotación de un grupo por sobre otros. Es este tipo de discriminación presente en las distintas instituciones sociales -que no se reducen sólo al sistema penal- la que estructura muchas de las situaciones que vemos «estallar» de vez en cuando.
Para la historiadora Bárbara J. Fields, la cuestión racial deriva necesariamente de la experiencia constante, cuyos términos se reactualizan periódicamente. Según ella existen rituales cotidianos que crean y recrean la raza. Las permanentes situaciones de opresión por las que deben atravesar los afroestadounidenses, que se traducen en menores oportunidades económicas, sociales y políticas son a la vez parte y consecuencia de estos rituales que en el día a día establecen los términos de la discriminación racial en los Estados Unidos.