Opinión

Palacio de Aguas Corrientes, joya de una Argentina pensada a lo grande


 La de 1894 era una Argentina en la que todo se hacía a lo grande. Tanto que los responsables del Palacio de las Aguas, uno de los edificios más increíbles de Buenos Aires, han buscado por todo el mundo algo similar y no lo han encontrado. Quieren la protección de la UNESCO, y les han pedido casos similares. Pero no hay. Porque a nadie se le ocurrió hacer un palacio que recuerda a un majestuoso teatro solo para llenarlo de agua, enormes tanques de hierro llenos de líquido para abastecer a la que entonces era una de las capitales más opulentas y orgullosas del mundo, cuando Argentina competía con EEUU para reinar en el nuevo mundo.

«Los argentinos de aquella época pensaban que todo era posible, que nada los detendría», dice Jorge Tartarini, director del Museo de Agua que funciona en el Palacio. Eran tiempos en que la ciudad podía inaugurar hasta 40 escuelas públicas en un solo día. El intelectual francés André Malraux dijo alguna vez que Buenos Aires era «la capital de un imperio imaginario», algo así como una suma de trozos de las principales capitales europeas. Y el Palacio de las Aguas Corrientes está aún allí como homenaje a ese espíritu de época.

Este edificio símbolo de una Argentina que quiso ser y no pudo se alza sobre la avenida Córdoba, una de las más importantes de Buenos Aires. Ocupa toda una manzana y es para los porteños uno de los más bellos de la ciudad. Todo en él parece pensado para llamar la atención. De inspiración francesa, está recubierto por 170.000 piezas de terracota y 130.000 ladrillos esmaltados traídos en barco desde Inglaterra y los Países Bajos. Tiene ventanales de cedro y el techo de pizarra negra. Pero nada es lo que parece por fuera. En su interior no hay grandes salones con paredes enchapadas en madera, ni espejos o arañas de cristal.

 El interior del Palacio de las Aguas Corrientes, con los caños de hierro que transportaban el agua potable hacia los tanques.ampliar foto
El interior del Palacio de las Aguas Corrientes, con los caños de hierro que transportaban el agua potable hacia los tanques. GUSTAVO BOSCO

El Palacio de las Aguas Corrientes oculta a la vista 180 columnas de hierro que sostienen 12 tanques de agua que suman 72 millones de litros. Fue inaugurado en 1894 para abastecer de agua potable a una ciudad que crecía con ritmo de vértigo y merecía, al mismo tiempo, un monumento a la salubridad pública.

A finales del siglo XIX y principios del XX, Argentina financió su camino hacia la modernidad con el dinero que ingresaba de sus exportaciones de alimentos. Era la época en que el país se enorgullecía de ser el «granero del mundo» y su economía estaba entre las diez más grandes del planeta. Su aristocracia, entonces, dio publicidad a aquel designio de grandeza.

Buenos Aires fue la primera ciudad de América en tener una red de agua potable. Fue un salto hacia el progreso, sin duda, pero también la respuesta a una necesidad. Hacia finales de 1870, la ciudad almacenaba 2,7 millones de litros de agua que filtraba en una planta junto al Río de la Plata en Recoleta y distribuía a las casas mediante una incipiente red de tuberías. El sistema apenas alcanzaba para contrarrestar las enfermedades derivadas del uso de aljibes de agua de lluvia y de los aguateros que llenaban sus toneles directamente en el río. En 1869, una epidemia de cólera mató al 10% de la población de Buenos Aires, por ese entonces de 180.000 habitantes, incluido al vicepresidente Marco Paz. En 1871, la fiebre amarilla mató a otras 14.000 personas, según registros médicos de la época. Ese mismo año, el ingeniero inglés John Baterman advirtió que si no se mejoraba la calidad del agua las enfermedades volverían. Propuso entonces montar un gran tanque de agua en una zona alta de la ciudad, que abastecería a la red por gravedad.

El barrio elegido para la obra quería competir con Recoleta (el barrio de los ricos) y el espectáculo de una gran estructura de hierro no pareció una buena idea a los vecinos. Por eso las autoridades decidieron que el nuevo tanque debía quedar oculto a la vista. “El gobierno de la época encargó la obra a los ingleses y les dijo que no querían un simple tanque de agua sino un monumento a la higiene pública. Y así se hizo”, explica Tartarini. La ciudad destinó a la obra la mitad de su presupuesto anual. “El Palacio sirvió además para hacer visibles obras que por ser subterráneas no se lucían ante la gente. Era común que los frentistas denunciaran que por la colocación de caños de agua la ciudad parecía en guerra”, agrega Tartarini.

En 1891, aún llegaban al puerto de Buenos Aires barcos con las piezas de terracota y cerámica para recubrir el frente del Palacio, todas numeradas y con su ubicación en el gran rompecabezas del frente. Adentro, un mecano de hierro sostenía los tanques de agua, una obra de ingeniería en hierro que hoy es única en el mundo, por su dimensión. El Palacio de las Aguas Corrientes fue el emblema de una ciudad que se consideraba un faro del progreso americano, sin embargo pronto quedó viejo. “Nació viejo. Se pensó para la era del vapor y cuando se inauguró ya había electricidad”, dice Tartarini. Su acta de defunción estaba firmada desde el primer día.

A medida que los edificios de Buenos Aires se hicieron más alto, la presión aportada por los tanques ya no fue suficiente. Más tarde se construyeron otras estructuras menos vistosas en zonas más altas de Buenos Aires y el depósito de la avenida Córdoba perdió cuatro tanques. En 1978, finalmente, salió de su interior la última gota de agua potable. Hoy alberga oficinas administrativas, un museo y los planos históricos de aguas y cloacas de toda la ciudad. El frente del Palacio, en tanto, sigue allí, intacto, fiel al espíritu de grandeza que quisieron darle los argentinos que los construyeron hace más de 120 años.

Por: Carlos Cué y Federico Rivas Molina

Fuente: diario El País