Ejercicio de equilibrio entre climas y matices por excelencia, "El Padrino" llegó medio siglo atrás para marcar una inflexión y elevar la vara artística de un género que pedía recambio
Por Victoria Ojam – Télam
Tiroteos icónicos, diálogos memorables y ofertas que no se pueden rechazar no lo son todo en el legado cinematográfico de «El Padrino», clásico que este lunes cumple 50 años de su estreno de la mano de Francis Ford Coppola y que, contra cualquier pronóstico y a fuerza de determinación, trascendió los límites de su género y se convirtió en un símbolo que aún permanece vigente.
Es que su enorme huella en la cultura popular y figuras inmortales como el Vito Corleone de Marlon Brando no son accidentales. El marketing previo a su lanzamiento y los importantes galardones que reunió -entre ellos el premio Oscar- impulsaron al máximo las expectativas y la predisposición de las audiencias, cuando no existía el bombardeo publicitario que permiten las redes sociales ni el alcance del streaming.
Más todavía, esta historia, que explora el tema de la sucesión en una familia mafiosa de origen italiano en la posguerra, ostenta un puesto de privilegio permanente para la crítica global. Con un estatus que comparte con pocos -quizás superado por «El ciudadano», de Orson Welles-, «El Padrino» siempre está a la cabeza de los rankings con el respaldo del público y especialistas por igual.
Se trata de un ejemplo de lo que sucede cuando los planos comerciales y artísticos dan como resultado una obra pionera e influyente, aunque su génesis estaba marcada por impugnaciones y sugería lo contrario: al borde del estallido o el fracaso constante y con un camino lleno de obstáculos, la producción se transformó en un verdadero tanque que nadie vio venir.
Eran tiempos de plena transición para la industria audiovisual estadounidense, después de décadas de sostener el famoso «star system» del Hollywood dorado que, para los contraculturales años 60, ya estaba en franca decadencia y frente a una ola de realizadores cultivados en escuelas de cine que disputaban el poder de los estudios.
Algo tardía, «El Padrino» cayó en esa tensión entre las nuevas y las viejas estructuras, puesta de manifiesto cuando Coppola, un treintañero de breve y modesta trayectoria, finalmente -y tras el rechazo de varios candidatos- se hizo cargo del proyecto.
La película venía con el sello de Paramount, uno de los titanes del rubro, cuyos ejecutivos tenían planes muy claros para la adaptación del libro homónimo que Mario Puzo publicó en 1969. Con el fantasma de sus recientes fracasos de taquilla, la compañía no estaba dispuesta a hacer grandes apuestas y chocó de lleno con un director cuya obstinación valió toda la pena.
«El Padrino» bien podría haber sido una trama situada en los 70 en la ciudad de Kansas City, pleno Medio Oeste de Estados Unidos. También podría haber presentado a Laurence Olivier o Anthony Quinn como Don Corleone; y a Warren Beatty o Robert Redford como Michael, el heredero perfecto. Podría, incluso, haberse sumado a la lista de filmes sobre la mafia que por entonces abundaban en estereotipos y repetían fórmulas chabacanas.
Coppola sabía lo que quería y no pensaba renunciar a sus deseos, cada vez mejor justificados por la creciente popularidad de la novela, lo que le aseguraba fondos y una discutida última palabra a la hora de seleccionar meticulosamente su elenco, sus equipos y el tono de la cinta.
Hoy evocada casi como anécdota, la labor no estuvo exenta de una tensión que dejó al cineasta muchas veces al borde de la renuncia o rodeado por «conspiraciones» de Paramount para reemplazarlo y resolver un rodaje que requería de muchos recursos.
Así todo, el panorama caótico del detrás de escena fue inversamente proporcional a lo que se vería más tarde. Y es que Coppola, liderando una troupe de intérpretes de categoría y creativos como el director de fotografía Gordon Willis, confeccionó una mirada nunca antes vista sobre la experiencia ítalo-americana y sus métodos de supervivencia en formato de Cosa Nostra.
Justamente, «El Padrino» no solamente presume una narrativa con un ritmo atrapante y los minutos justos para inquietar junto a tomas inolvidables. También fue la primera en desplegar ese abanico de costumbres y formas de vincularse de una generación descendiente de inmigrantes italianos que encontraron una manera de estar seguros en esa tierra hostil a través del crimen organizado.
Esa perspectiva dejaba muchísimo que desear a las historias casi burlonas protagonizadas por delincuentes de sombrero y sospechoso semblante que, ametralladora en mano, hacían de las suyas en los agitados años de la Ley Seca. Esta vez, el relato volvía más terrenal -con sus pasiones y múltiples dimensiones- ese mundo que se percibía como una ficción, mientras complejizaba el concepto de «sueño americano» tradicional.
Artífices de sangrientos episodios y de guerras clandestinas, los Corleone y sus enemigos eran al fin y al cabo familias hechas de abajo, con códigos internos y sentido de autopreservación, aunque eso incomodara la premisa blanca, protestante y ética del progreso característica de ese país del norte.
La imposición de Coppola en su quehacer, claramente habilitado por una corriente que modernizaba el cine con un mayor peso de la dirección, creó nuevos estándares y personajes del hampa de carne y hueso, con los que incluso es posible empatizar. La mala reputación que arrastraba Brando y la inexperiencia de Al Pacino no fueron impedimento alguno para trasladar esa tragedia a la pantalla con sensibilidad y cautivar a millones.
Su repercusión pronto multiplicó por diez la cantidad de películas que se estrenaban anualmente encabezadas por mafiosos ítalo-americanos, que antes de «El Padrino» ocupaban uno o dos renglones en el catálogo estadounidense. Y más importante todavía, introdujo un estilo y una forma de representar el universo criminal que lo legitimó como género y sentaría un precedente para la posteridad.
Por eso resulta casi imposible evaluar sin este antecedente otros títulos como «Scarface» (1983, de Brian de Palma), «Buenos muchachos» (1990, de Martin Scorsese) y la aclamada serie de HBO «Los Soprano» (1999), todos retratos poblados por conflictos morales y tiranos con sentimientos tan honestos como cuestionables que nunca fallan en tentar a las audiencias.
Ejercicio de equilibrio entre climas y matices por excelencia, «El Padrino» llegó medio siglo atrás para marcar una inflexión y elevar la vara artística de un género que pedía recambio y encontró su salvación en un cineasta con ideas que, al día de hoy y con cada visionado, se revelan tan frescas como siempre.