Opinión

El mejor lugar


Por el capitán de navío Osvaldo Emilio Martinetti (*)

Al fin los encontramos. Estaban en donde era más probable que estuvieran, cerca de la explosión que terminó con sus vidas. Pudimos por fin, descartar las descabelladas teorías que surgieron por desesperación o por conveniencia. No hubo torpedeos, ni colisiones, ni capturas. Sólo una tragedia que tal vez, sólo tal vez, podría haberse evitado.

La sociedad argentina encabezada por su dirigencia, se hace hoy las preguntas que debió hacerse hace muchos años. El actual interés por conocer los detalles técnicos de un submarino contrasta con la indiferencia absoluta de hace apenas un año.

Esta sociedad que hasta hace poco desconocía que hubiera submarinos argentinos rutinariamente de patrulla, hoy puede hablar del snorkel, del plano profundo, del periscopio y del límite operativo de inmersión. Enhorabuena, aunque este interés llegue a partir de un desastre. Tal vez las cosas hubieran sido diferentes si los argentinos y sus gobernantes hubiesen desarrollado ese interés por auténtico y simple patriotismo.

Los familiares de los tripulantes fallecidos han lidiado con su dolor de diferente manera, según sus recursos emocionales y su propia historia personal. Algunos sólo han podido encontrar consuelo en la irritación y el resentimiento. Han canalizado estos sentimientos de manera difusa, hacia la Armada en general o a veces, hacia los camaradas de sus seres queridos perdidos.

Tal vez sería necesario que esos sufrientes familiares analizaran estos sentimientos, preguntándose si ese ser querido que han perdido los aprobaría. No es posible juzgar a quienes sufren un dolor tan lacerante. Sería indigno hacerlo. Pero ciertamente ha habido durante el último año, innumerables camaradas de los 44 tripulantes tratando de encontrarlos, en medio de tempestades tanto del mar como del alma. Sin abandonarlos jamás, ni aún ante la evidencia de lo inevitable. No los salvaron porque nadie hubiera podido hacerlo.

Algunos familiares y allegados exigen que el buque sea reflotado, y probablemente ese clamor, estridente pero no unánime, seguirá haciéndose escuchar durante largo tiempo. La magnitud de las objeciones técnicas a esta demanda es abrumadora. Se trataría de una operación que, de ser posible, demandaría recursos de dimensiones imprevisibles. Ni siquiera se ha intentado el reflotamiento del pesquero “Repunte” hundido en 53 metros de profundidad, con parte de su tripulación a bordo. La discusión debería agotarse entonces por sentido común, pero habiendo sentimientos tan potentes en juego no pareciera ser esta la opción.

Cabría entones preguntarse qué hubieran querido para sí mismos los tripulantes del ARA San Juan. Obviamente nadie puede responder con certeza a esta pregunta.

Pero ellos, los 44, están en el mejor lugar que un marino muerto en cumplimiento del deber podría escoger. Ellos eligieron su profesión. Ellos optaron por una de las ramas más exigentes. difíciles y riesgosas del servicio naval. Para ellos, ser submarinista era un honor y un privilegio y seguramente lucieron con orgullo el distintivo que los señalaba como tales.

Sin duda, lucharon por salvar a su buque hasta el último segundo. ¿No lo elegirían acaso como el mejor lugar para su reposo final?

(*) Capitán de navío retirado, veterano de la Guerra de Malvinas