Por Alejandro Tullio (*)
En noviembre de 2016, el Congreso Nacional modificó el Código Electoral Nacional incorporando las normas para organizar y regular los debates presidenciales que tendrán lugar por primera vez este año.
El Poder Ejecutivo tuvo en cuenta la exitosa organización de los debates del año 2015, llevados adelante por la plataforma «Argentina Debate», integrada por ONG´s y empresarios.
Al disponer su obligatoriedad y su organización estatal los debates se convierten en parte del proceso electoral, lo que tiene consecuencias no solo en su obligatoriedad sino en la forma en que se organiza y su autoridad de aplicación.
La ley establece que se realizarán dos debates entre los veinte y los siete días previos a la elección general, al menos uno organizado en el interior del país. En caso de ballotage, habrá un tercer debate diez días antes de la elección y, en una extraña redacción, la norma dispone que una vez proclamadas las candidaturas presidenciales, la Cámara Nacional Electoral, autoridad superior de la Justicia Electoral en la materia, convocará a los candidatos «a fin de determinar su voluntad de participación en el debate fijado por esta ley.». Lo de la voluntad es indiferente porque reiteradamente señala su obligatoriedad e impone sanciones a quienes no participen. Me han pedido que haga una valoración sobre esta actividad.
Mi valoración es positiva. A pesar que soy partidario de una intervención regulatoria mínima respecto de las campañas electorales -salvo en los aspectos financieros- creo que ante la debilidad estructural de las agrupaciones políticas, la proliferación de mensajes ambiguos o falsos en las redes sociales que afectan la contienda electoral y las disparidades de capacidad financiera de los candidatos, los debates son una instancia directa, no mediada, de comunicación y en consecuencia, la ley puede intervenir en beneficio del derecho al voto informado de los ciudadanos.
El debate permite a los ciudadanos escuchar de boca de los propios candidatos posturas sobre temas concretos de su plan de gobierno. Para esto la organización, la adopción de los temas y las reglas de conducta de los participantes, encomendada a la Cámara Nacional Electoral, resultan fundamentales. Especialmente debido a que la ley le otorga al máximo arbitro electoral esa inmensa responsabilidad.
Las criticas a los debates suelen señalar que la oratoria, la capacidad de una respuesta imaginativa o la contundencia de un argumento no necesariamente reflejan la capacidad para gobernar. Es cierto, pero esas habilidades no pueden estar ausentes en un gobernante en un tiempo en que la comunicación es parte fundamental de sus funciones gubernativas.
También se remarca negativamente que en muchos casos las consignas de campaña se imponen y no se reflejan en compromisos de gobierno pero, a mi juicio, las capacidades de fact checking desarrolladas en los países en los que hay debates y en nuestro país por entidades como Chequeado, representan un desafío para los candidatos respecto de la veracidad de sus afirmaciones. La Cámara Nacional Electoral debería incorporar esta actividad y su difusión a la organización de los debates.
Finalmente, la incorporación obligatoria de estos mecanismos cambiará la organización de la totalidad de las campañas. Entiendo que la existencia de dos o tres debates será un elemento ineludible en la planificación de campañas que hasta ahora no estaba presente en Argentina, y los mensajes y apariciones de campaña previas y posteriores se verán condicionadas por ellos.
Como toda actividad, no se puede pedir que ésta resuelva -por si misma- la crisis de representatividad ni los limites de la confianza de los ciudadanos en nuestros funcionarios electos. Para evaluarlas se requieren tiempo y objetividad, recursos escasos en un país que vive la política como una pasión divisiva.