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El caso Ibar pone en tela de juicio la pena de muerte


Por Carlos Duclos

“In dubio pro reo”, dice la máxima jurídica universal (“la duda beneficia al reo”), pero este sábado la duda ha condenado una vez más al hispano-norteamericano, Pablo Ibar, acusado de cometer en el estado de Florida, Norteamérica, un triple asesinato (como se informa en este diario por separado) en el mes de junio del año 1994. Ahora aguarda la sentencia definitiva que se dará en unos días, y que podría ser la muerte.

Ibar ha pasado ya por cuatro juicios, estuvo 16 años en el temible y archiconocido “pabellón de la muerte”, pero no se dio por vencido y ha apelado las diversas instancias judiciales que, a no dudarlo, en algún momento serán causa de un filme de Hollywood. Este hombre, hijo de un vasco y una cubana, quiere demostrar que él no cometió los tres homicidios que se le adjudican.

Y razones para la lucha contra la justicia norteamericana no le faltan: la única prueba (significativamente endeble) es el video borroso de una cámara de seguridad que ha permitido a varios peritos sostener que el de la imagen no es Ibar. Hay un testimonio, pero manchado por la intervención de un oficial de policía que parece haber pagado al testigo para que declarara conforme se le indicó.

Lo curioso del caso es que el supuesto cómplice de Ibar, arrestado en su momento con él, apeló la sentencia y se le concedió la libertad hace poco tiempo.

El caso Ibar pone en tela de juicio, una vez más, la vigencia de la pena capital. Samuel Gross, profesor de leyes de la Universidad de Michigan, ha realizado un estudio junto con colaboradores, llegando a la conclusión de que uno de cada veinticinco condenados es inocente. Entre los años 1974 y 2004 hubo en Estados Unidos alrededor de 7.000 condenados a muerte. De ellos el 12 por ciento (más de 700 personas) fueron ejecutadas. Del estudio de Gross se deduce que muchas de ellas eran inocentes de los cargos que se le adjudicaban.

En el año 1944, un adolescente de 14 años, George Stinney, un muchacho de color, fue acusado de asesinar a dos chicas blancas. Fue para el mundo un caso conmovedor, menos para el jurado integrado por personas blancas, quien en 10 minutos condenó al chico a ser electrocutado. Setenta años después de su ejecución, la justicia estadounidense reconoció que no había intervenido en la golpiza que derivó en la muerte de las dos chicas. Fue demasiado tarde.
Otro, entre muchos, es el caso de Carlos Deluna, del año 1989. Fue ejecutado por el asesinato de una empleada de un comercio, pero una investigación realizada por periodistas del Chicago Tribune, dio cuenta de que en realidad era inocente, que el culpable era un hombre identificado como Carlos Hernández, quien había confesado el crimen en varias ocasiones, pero el jurado no lo tuvo en cuenta.

Como el caso de Stinney y de Deluna hay muchos, y el de Ibar podría ser el próximo.

Seguramente por pura casualidad, o no, los más perjudicados han sido muchísimas veces hombres de color o de ascendencia hispánica.

Ibar ha contratado en los útimos tiempos a un grupo de abogados de renombre en Estados Unidos, que encabeza Benjamin Waxman, cuyos honorarios se pagan con aportes de personas que creen a Ibar inocente y del gobierno español. No es menor el dato.

El tema de fondo, desde luego, es discernir si en un sistema judicial falible, como lo es todo sistema humano, puede seguir vigente una sentencia del orden drástico como la pena de muerte. Y, por supuesto, si seriamente puede considerarse su vigencia en países como Argentina, en donde el ámbito judicial sucumbe muchas veces por la negligencia, la ineptitud y la dramática corruptela de sus integrantes.

Carlos Deluna, un inocente ejecutado en Texas por un crimen que no cometió